domingo, 18 de octubre de 2015

OMEGA-3 LA SALUD INMEDIATA - Libro abierto gratuito (Entrega nº 8)



SEGUNDA PARTE: SALUD Y ENFERMEDAD


Salud o no salud, esta es la cuestión


       Hubo un tiempo en que se consideraba que no estar enfermo, significaba estar sano. Pero ese tiempo ya pasó, y en el año 1946 la OMS -Organización Mundial de la Salud-, definió la salud como un estado completo de bienestar físico, mental y social, y no solamente la ausencia de enfermedad. Esta definición no obstante, tuvo y tiene retractores, puesto que peca de cierta subjetividad y de ser estática. Fíjense que casi podría servir como definición de “felicidad”.
       Lo cierto es que es muy difícil encontrar un consenso absoluto cuando se trata de definir conceptos cuyos límites no están clara y visiblemente delimitados. Por lo tanto, voy a permitirme la licencia de aportar alguna reflexión que ayude a ampliar un poco más la visión sobre qué es lo que se podría considerar como verdadera salud. Les resultará de gran utilidad para comprender aspectos vitales, que abordaremos más adelante.
       Para facilitar las posteriores lecturas y reflexiones, a efectos prácticos dividiremos la salud en “física” y “mental”, como formas básicas complementarias en permanente conexión, pero recordando que es necesario que haya equilibrio entre ambas, tal como dice el antiguo aforismo “Mens sana i corpore sano”. No obstante, para que la salud física y la mental estén equilibradas e interconectadas armónicamente, también necesitamos un tercer concepto, la salud “energética”, que es la que da soporte, interconecta y equilibra las otras dos. Tenemos pues tres conceptos, salud física, mental y energética.
       Como consecuencia de esta división, tendremos más claro el concepto de que “nosotros”, como seres vivos, somos “organismos”. Veamos cómo se define esta palabra en la Wikipedia (en 2009): -“Un ser vivo, también llamado organismo, es un conjunto de átomos y moléculas que forman una estructura material muy organizada y compleja, en la que intervienen sistemas de comunicación molecular, que se relaciona con el ambiente con un intercambio de materia y energía de forma ordenada, y que tiene la capacidad de desempeñar las funciones básicas de la vida, que son la nutrición, la relación y la reproducción, de tal manera que los seres vivos actúan y funcionan por sí mismos sin  perder su nivel estructural hasta su muerte”-.
       Pues bien, a pesar de las limitaciones de esta definición, y de su enfoque más bien “materialista”, sirve también para entender que “nuestro organismo” es el conjunto de cuerpo, mente y energía, como una unidad diferenciable del resto de seres vivos. Por lo tanto, empecemos por erradicar esta generalizada costumbre de entender exclusivamente por “organismo” el conjunto de órganos de nuestro cuerpo físico.
       Efectivamente, la salud de nuestro organismo en su totalidad, pasa por tener una buena salud física, mental y energética, lo que equivale a decir que debemos cuidar nuestro cuerpo, nuestra mente y nuestra energía, todo de forma equilibrada, y teniendo muy en cuenta que es muy difícil separar una cosa de otra, porque en realidad “va todo en un paquete”. El paquete somos nosotros, y no tenemos recambios, ya que somos “piezas únicas”. Así que tenemos que cuidarlo bien si queremos vivir muchos años y en buenas condiciones.
       Pero ya que hemos hablado de “mente”, ¿qué se entiende de forma habitual por mente? Podemos interpretarla como la capacidad intelectual y emocional que nos permite pensar, razonar, imaginar, intuir, controlar nuestra conducta, nuestras funciones básicas o emociones. Hay que tener presente, que no existe una definición consensuada de los que es la mente, ni cuáles son sus límites. ¿Están sus funciones circunscritas dentro del sistema nervioso central, con el cerebro como máximo jerarca, en cuyo caso estaríamos hablando también de una “mente física”? ¿Puede nuestro sistema nervioso, además de contener nuestra información interna, captar, procesar y emitir información que no está contenida en el cuerpo, sino fuera? ¿Es posible que además de los procesos técnicamente biológicos de nuestro cuerpo, existan factores más sutiles que son canalizados por otros sistemas energéticos, como pueden ser los “chakras”, influyendo también en el comportamiento mental? Estas y otras muchas preguntas no tienen aún una respuesta definitiva, pero gracias al desarrollo de la tecnología y de la física cuántica, es muy posible que pronto se vayan convirtiendo creencias hasta ahora casi místicas, en fenómenos explicables y controlables científicamente.
       Pues bien, como se ha dicho al principio, la simple ausencia o la presencia de enfermedad no debe significar necesariamente que se tenga o no se tenga salud. Efectivamente, aún cuando una persona sufra una enfermedad aguda de forma puntual, no tiene porqué significar que no goce de buena salud, sino que por alguna circunstancia lógica se ha iniciado un proceso de cambio, provocando un desequilibrio que puede ser pasajero, y durante el cual, el organismo manifiesta unos síntomas que a su vez, reflejan su lucha por resolver el problema o problemas de forma autónoma, utilizando sus propios recursos autocurativos, e intentando recuperar el equilibrio físico, mental o energético perdido. Por lo tanto, si una persona goza normalmente de buena salud, lo más probable es que sus propios recursos defensivos venzan a la “enfermedad”.
       Por el contrario, cuando una persona no tiene ninguna enfermedad o síntoma manifiesto, o sea que hay “ausencia de enfermedad”, pero esencialmente esta persona goza de “mala salud o tiene una salud precaria, es muy posible que cuando sea presa de alguna enfermedad, aunque sea leve, su capacidad defensiva y autocurativa puede ser insuficiente o verse en apuros, para vencer el problema, agravándose, complicándose, cronificándose, o incluso peligrando su vida.
       Por lo tanto, una buena salud física, mental y energética, de forma estable y equilibrada, que permita disponer de forma adecuada de nuestros recursos defensivos naturales, es lo que realmente debería entenderse por tener buena “salud”, y a la que deberíamos aspirar todos.
       Dicho esto, si miramos a nuestro alrededor, observaremos que las patologías cardiovasculares, intestinales, articulares, alérgicas, cáncer, diabetes o trastornos mentales y emocionales, que son trastornos eminentemente crónicos, degenerativos o autoinmunes, se encuentran en constante aumento, cuando lo lógico sería que disminuyeran como consecuencia de los avances tecnológicos y del mayor conocimiento médico y científico. Es evidente que algo falla.
       Esta paradoja refleja que el sistema sanitario actual no es capaz de prevenir y curar estas enfermedades de forma efectiva y real, por lo que no disminuye, sino que aumenta su prevalencia y frecuencia en la población. Hay quien dice que al haber alargado la expectativa de vida, lógicamente se dispone de más tiempo para sufrir más enfermedades… O sea, ¿vivimos más, pero más enfermos? ¡Vaya plan! Sea como sea, lo que es evidente es que a pesar de los discursos oficiales, no tenemos mejor salud, ya que de tenerla no habría este aumento de enfermedades crónicas y degenerativas. Es sencillo de comprender, ¿no?
       En realidad se trata de una salud precaria, falsa, dependiente cada día más de los fármacos. Y lo que es peor, con una dependencia que se extiende al ámbito psicológico, pues la mayoría de personas, inconscientemente dejan de preocuparse por su salud, y no se molestan en aprender ni conocer los secretos de su propio organismo, delegando todos los temas de salud exclusivamente en manos de los médicos.
       La evidencia clara de que cada vez hay más enfermedades graves, no se puede lógicamente atribuir a una sola causa, porque la complejidad de nuestro mundo aumenta día a día, y los factores de riesgo también, así que debemos partir de la base de que existe una multiplicidad de factores causales. Pero lo que se nos está escapando de las manos, es que estos factores se combinan con la ausencia de una verdadera salud. Parecemos sanos, pero no lo estamos. Necesitamos tomar fármacos para una cosa o para otra. Solo hay que pasarse un ratito en una farmacia importante, y podremos observar que la gente sale con bolsas llenas de medicamentos, tal como si en lugar de una botica se tratara de un supermercado. Cuando observas esto, te viene al pensamiento que tomar tanta cantidad de medicamentos, con los consiguientes efectos secundarios que conllevan, no puede ser bueno. De hecho, en algunos casos ya se ha visto que tan solo dejando de tomar esta cantidad tan abultada de medicamentos, se produce una clara mejora de la salud. Es cada vez más habitual, ver cómo mucha gente, principalmente de edad avanzada, va semanalmente al médico “para que le recete”, y si no les receta nada, dicen que “es un mal médico”.
       ¿Cómo se ha llegado a esta situación? No es sencillo de explicar. Estamos en una sociedad consumista, y nosotros somos ante todo “consumidores”, de forma que estamos inmersos en un sistema donde priva la necesidad de vender de las industrias y comercios por encima de nuestras verdaderas necesidades. Incluso nos crean nuevas necesidades con tal de vender más. Y nosotros nos complicamos la vida, trabajando más, endeudándonos más, estresándonos más, para poder pagarnos estas nuevas “necesidades”. Esta situación provoca que la mayoría de gente “viva pensando sólo en vivir, y viviendo sin pensar”, o lo que es lo mismo, consumiendo sin límite, buscando el placer en cualquier de sus formas, aunque luego le perjudique, a sabiendas, o sin saberlo.
        Esta búsqueda de placer, de emociones, de satisfacer nuestras más inmediatos apetitos y deseos, resulta muchas veces incompatible con el cuidado de nuestra salud, y en lugar de prevenir las enfermedades provocamos inconscientemente su aparición, de forma que cuando aparece un problema, vamos al médico para que nos recete algo para quitar estos molestos síntomas y nos permita seguir haciendo vida “normal”. No se tiene en cuenta que si no se elimina la causa que provoca estas enfermedades jamás se podrán curar, a lo sumo se “taparán” o aplazarán. Lo que se persigue por encima de todo, es volver a la “normalidad” y seguir haciendo lo mismo de siempre, sin renunciar a nada. Aunque esta “normalidad” signifique dañar nuestro organismo. Por ejemplo, fumar, beber…
       Lo cierto es que el poder de algunas multinacionales farmacéuticas es incluso mayor que el de algunos gobiernos. Hemos podido comprobarlo por ejemplo,  en la llamada gripe A. Estas multinacionales influyen fuertemente en las políticas sanitarias. En nuestro país, la llamada medicina dominante es la alopática, cuyo nombre proviene del hecho de que su intención es actuar “contra” las enfermedades, y lo que hace realmente en la gran mayoría de ocasiones es administrar un fármaco que suele actuar contra los “síntomas”, de forma que el origen real de los problemas suele mantenerse oculto, a la espera de las condiciones propicias para volver a manifestarse, a veces de forma más grave, bajo variantes patológicas distintas o combinadas.
       Esta medicina convencional, alopática, que es la “oficial”, responde a una filosofía o una orientación llamada “biomédica”, desde la que se afirma que el origen de las enfermedades reside siempre en causas biológicas, dependientes de un mal funcionamiento de sus procesos fisiológicos a causa de desequilibrios bioquímicos, o por la acción de patógenos externos como virus o bacterias. Como consecuencia de ello, se favorece la creencia generalizada en la sociedad, de que toda disfunción o enfermedad debe ser tratada con un fármaco específico para combatirla, y que aparte de esto, nosotros poco podemos hacer. De ahí que los automatismos que se han generado son, puestos de una forma muy esquemática y breve, los siguientes:
a)      La gente se despreocupa de su salud, simplemente “vive”.
b)      Cuando alguien se encuentra mal, va al médico.
c)      El médico diagnostica enfermedades y receta los medicamentos correspondientes.
d)      Si el problema “desaparece”, se vuelva a hacer “vida normal”. Si persiste, vuelta al medico y más medicamentos.
e)      Si el problema “desaparece”, “vida normal”. Si solo se suaviza, se deben realizar “controles”. Si persiste, aplicación de medidas más drásticas, que pueden permitir volver a hacer “vida normal”, “controlada”, o si las consecuencias son muy importantes, la persona ve disminuida su “normalidad”, en grados que pueden oscilar entre leve o muy elevada, pasando el enfermo a mantener una dependencia elevada de los fármacos.
f)       Si sigue habiendo problemas, el paciente será ya fármacodependiente, y deberá tomar medicamentos el resto de su vida. Su ilusión consistirá en vivir con la máxima “normalidad” posible.
       El resultado de esta política sanitaria está claro: Cada vez se vive más –atribuible en una gran parte, a las mejoras en condiciones ambientales e higiénicas en que vivimos-, pero también hay una salud cada vez de peor calidad, que se traduce en más enfermedades y mayor dependencia de los médicos y de los  fármacos.
       Sin embargo no todo son malas noticias. Pasito a pasito, sin ruido pero firmemente, se va abriendo camino la orientación sanitaria llamada “biopsicosocial”. Según ésta, las causas de las enfermedades y trastornos las podemos encontrar, además del ámbito biológico, en el ámbito psicológico y social. Y así como en el enfoque biomédico se sigue un modelo causal patogénico –todo son enfermedades, todo se patologiza y todo se medica-, en el enfoque biopsicosocial, el modelo es multicausal salutogénico, que se interesa por los factores causales generales, desmedicalizando la salud y promocionando unas mejores condiciones sociales, que permitan unos hábitos de vida más saludables.
      Lógicamente, algunos lectores pueden dudar de la influencia psicológica en la salud física. Alguien puede opinar que las enfermedades “psicosomáticas” son imaginarias. Sin embargo no es así. Por lo menos de forma absoluta. Antes hemos dicho que nuestro organismo es un “todo”, una unidad orgánica física, mental y energética, por lo que cualquier alteración de uno de estos factores afecta a los demás, sean cual sea el factor o parte afectada. Veamos un ejemplo concreto para entender esta interrelación.
       En el estudio científico realizado en el año 2005, publicado en el Journal of clinical oncology: official journal of the American Society of Clinical Oncology (168), se midió el estrés psicosocial, en pacientes con cáncer de ovario, relacionando la angustia, el apoyo social y las células NK –natural killer- del sistema inmunológico. Una vez realizadas las pruebas y analizada la actividad de las células NK después de practicar operaciones quirúrgicas a los pacientes, se demostró que los factores psicosociales como el apoyo social de forma positiva, y la angustia y el estrés de forma negativa, influían en los cambios de respuesta inmunitaria celular y en el nivel del tumor de forma clara y contundente.
       Por consiguiente, es necesario asimilar que muchísimos problemas de salud y enfermedades vienen derivados de los hábitos antinaturales perjudiciales, dependientes tanto del propio comportamiento individual, como del entorno familiar y cultural, de tal forma que sólo un cambio de estos hábitos y la utilización de medios naturales, pueden reconducir adecuadamente la marcha de la salud y la enfermedad.
       Pero aún nos queda la naturopatía, un recurso que veremos seguidamente, y que se adscribe al enfoque biopsicocial, pero añadiendo el conocimiento y la utilización de los agentes naturales, que permiten a las propias fuerzas curativas del organismo, restablecer el equilibrio corporal, mental y energético. Es decir, que ayuda a obtener y mantener la salud en las mejores condiciones posibles, de forma totalmente natural.


Problemas de salud derivados de la alimentación


       Al comentar anteriormente la paradoja del aumento de enfermedades en el mundo moderno, les decía que no había una sola causa, sino una multiplicidad de factores, entre los que se encuentran los externos o ambientales. Pues bien, de entre todos, el factor más decisivo en la gran mayoría de ocasiones, es sin duda la alimentación.
       En las sociedades “desarrolladas”, cuando alguien enferma, normalmente se le dan medicamentos para corregir los trastornos, y el propio médico le dice al paciente, que en unos días, ya podrá “hacer vida normal”, lo que viene a significar que podrá “comer y beber normalmente”, o dicho de otro modo, que podrá volver a alimentarse de la misma forma que ha hecho siempre, pues generalmente nadie le dice que quizá su problema de salud provenga de sus hábitos alimentarios y que los debe cambiar. Si la persona no cambia sus costumbres, seguirá sembrando y recogiendo más de lo mismo. Einstein dijo: -Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo mismo-. ¿De verdad hace falta ser Einstein para llegar a esta conclusión? Lo que sí hace falta es tener las ideas claras, y fuerza de voluntad. Sin duda alguna.
       Como hemos comprobado en la primera parte del libro, por un lado tenemos que los estudios epidemiológicos realizados en todo el mundo, han constatado de forma clara, que en las zonas geográficas del planeta en donde la mortalidad cardiovascular es más baja, resulta que también es más baja la tendencia al sufrimiento de otras enfermedades y trastornos como cáncer, asma, psicopatías, enfermedades inflamatorias y metabólicas. Y por otro lado, se ha verificado mediante numerosas investigaciones, que existe una clara relación entre estas diferencias epidemiológicas, y el consumo de ácidos grasos poliinsaturados Omega-6 y Omega-3 de cada población. Además, también se ha constatado racionalmente, que estas diferencias iniciales entre grupos poblacionales, con los años se van reduciendo debido a la homogeneización de los estilos de vida que comporta el fenómeno de la globalización, de forma que muchos pueblos “occidentalizan” sus costumbres alimenticias, y ven cómo aumentan gradualmente la prevalencia y frecuencia de estos trastornos y enfermedades. La evidencia es sencillamente irrefutable.
       Incentivada por el “consumismo”, la alimentación se ha convertido para muchísimas personas en “una emoción, de forma que ya no comen para vivir, sino que casi viven para comer, especialmente cuando su vida está carente de otras emociones, o de objetivos y metas ilusionantes, y comer se convierte en un refugio. De hecho, es muy conocida la frase: –las penas con pan, son menos penas-. Pues bien, cuando se dan estas situaciones, cuesta muchísimo modificar los hábitos personales, especialmente los alimenticios, y si se logra, casi siempre es con la ayuda de cambios psicológicos y refuerzos positivos, que los estimulen y los encaucen. Pero aún es más difícil llevar a cabo estos cambios cuando el fenómeno está muy extendido socialmente, de forma que los condicionantes ambientales, las costumbres, la cultura, pueden hacer mucho más difícil escapar de estos hábitos, no siendo posible conseguirlo sin realizar un profundo esfuerzo reflexivo, producto del conocimiento y del análisis crítico sobre las graves consecuencias que conlleva un comportamiento determinado, comprender y asimilar la necesidad de cambio, tomar la decisión de cambiar, y actuar. Incluso a veces, cuando alguien intenta modificar sus hábitos antinaturales, y opta por aplicar conductas más saludables y naturales, se puede encontrar fácilmente, con que su entorno no solamente no le da soporte, sino que le ataca por ser diferente, provocando una presión psicológica que puede derivar en el abandono de la idea de cambio, y volviendo a los hábitos típicos considerados  “normales”.
       Hay que tener en cuenta, como explica el Dr. Banegas, en su trabajo Epidemic of metabolic diseases. A warning call (169), que además de la evidente epidemia de ciertas enfermedades metabólicas como la obesidad y la diabetes tipo 2, así como otras enfermedades derivadas que está sufriendo el mundo industrializado, debido fundamentalmente a un estilo de vida sedentario con dieta abundante y excesiva, y que se ha ido extendiendo gracias al fenómeno de la globalización, la falta de calidad de los productos alimenticios y el desequilibrio de estas dietas, también se ha convertido en un factor añadido que complica enormemente el panorama. Y aunque es difícil demostrar puntualmente que una enfermedad se deriva de un hábito alimentario inadecuado, lo cierto es que muchos estudios epidemiológicos, lo confirman. Por lo tanto, negar esta evidencia no es más que una cabezonería a nivel personal, de quien por distintas razones que le atañen, intenta justificar lo injustificable, como hacían antes –ahora ya no tanto-, los fumadores que afirmaban con rotundidad y desparparjo: -a mí, el tabaco no me hace daño-. ¿Estaban realmente seguros de ello?
       Existe el convencimiento general, de que el cáncer, por ejemplo, es como una especie de lotería en negativo. Que si te toca…, mala suerte. Y efectivamente, un riesgo de fatalidad siempre existe en nuestras vidas, pero lo cierto es que el porcentaje de “fatalidades” es más bajo de lo que se piensa, dado que la mayoría de cánceres, salvo excepciones,  tardan en desarrollarse una media de entre 5 y 45 años, es decir, que normalmente no se producen de un día para otro, sino que por lo general, “se van haciendo a fuego lento”. Suele iniciarse interna y discretamente, y se va desarrollando según las circunstancias de cada caso.
       Existen diversas investigaciones que demuestran, que el cáncer depende mucho más de nuestros hábitos y estilo de vida, que de nuestros genes. Uno de estos estudios, realizado por el Department of Medicine, Hvidovre University Hospital, en Copenhagen (170), estudió 960 familias. Se valoró y comprobó que cuando el padre biológico de un niño, había muerto antes de los 50 años por cáncer, no influía prácticamente en el desarrollo de cáncer en el hijo, pero en cambio, cuando el que moría antes de los 50 años de cáncer, era el padre adoptivo de un niño, se multiplicaba por 5 el riesgo de muerte por cáncer para el hijo adoptivo. ¡Impresionante! Así las cosas, muchas investigaciones coinciden en que sólo un 15% de mortalidad debida al cáncer puede explicarse por factores genéticos, mientras que el resto, son debidos a factores ambientales (171).
       Varias investigaciones científicas de alto nivel, han puesto en entredicho algunos de los mecanismos convencionales del cáncer –aunque lógicamente, el sector médico  “ortodoxo” se opone sistemáticamente a cualquier duda sobre sus conocimientos tradicionales-. Efectivamente, la respuesta del organismo a un cáncer no es un mecanismo único, pero tiene muchos paralelismos con la inflamación, en la que intervienen las citoquinas, favoreciendo el crecimiento del tumor, e incluso parece tener paralelismos con la cicatrización de heridas, tal como nos dice un artículo publicado en Lancet, titulado Inflammation and cancer: back to Virchow? (172), de tal forma que se trataría de una cierta degeneración de los mecanismos reparadores, es decir, de que una inflamación que debería ser un mecanismo puntual defensivo, se cronifica y se hace permanente, de forma que las células cancerosas encuentran en estas inflamaciones la forma de sostener su propio crecimiento. Además, cuando una inflamación prosigue su presencia indefinidamente, bloquea la apoptosis de las células cancerosas, es decir, que las células NK defensoras no pueden actuar, quedando inmóviles, y el cáncer tiene vía libre para crecer (173).
       Algunos estudios científicos han comprobado la importancia que tiene la alimentación en la promoción y desarrollo del cáncer. Los azúcares refinados, la falta de Omega-3, el exceso de Omega-6, así como elementos extraños como las hormonas en las carnes de los animales, son promotores de citoquinas proinflamatorias –eicosanoides negativos-, y promotores de cáncer, mientras que otros alimentos, como algunas frutas y verduras, o los Omega-3, son anti-promotores (174). Así que, independientemente de las múltiples formas en que una alimentación inadecuada puede provocar la génesis de ciertos trastornos de la salud y enfermedades, nos fijaremos especialmente en los problemas derivados del desequilibrio entre Omega-6 y Omega-3, o en la carencia de este último, aprovechando que son los protagonistas principales del libro.
       Cuando los científicos daneses, Kromann y Green en el año 1980, comprobaron que en Groenlandia, los esquimales presentaban una prevalencia de accidente cardiovascular ocho veces menor que la de los esquimales que habían emigrado a Dinamarca, y que se debía a los altos niveles de Omega-3 que presentaba su sangre. Cuando el Journal of Nutrition Science of Vitaminologye en el año 1982 (11), confirmaba también que la alta longevidad de los japoneses y la baja prevalencia poblacional de las enfermedades cardiovasculares, se debían al alto consumo de ácidos grasos Omega-3. O cuando Biomedicine & Pharmacoterapy (7), publicó el trabajo en el que se demostraba que los estudios antropológicos y epidemiológicos a nivel molecular, indicaban que los seres humanos evolucionaron en una dieta con una proporción de Omega-6 con Omega-3, de aproximadamente 1:1, mientras que en la dieta occidental actual, la proporción de 15:1 o mucho más, a favor del Omega-6, promoviendo la patogénesis de muchas enfermedades, mientras que el aumento de los niveles de Omega-3, hacen que esta proporción se equilibre y disminuyan los riesgos, o incluso se supriman éstos. Cuando todos estos científicos, y muchos más, nos dicen que nuestra alimentación es errónea…, miramos hacia otro lado y perdemos la oportunidad de entender qué es lo que debemos cambiar y mejorar en nuestra alimentación para evitar las enfermedades. Y es una verdadera lástima, porque nos ahorraríamos muchos sufrimientos.
       A nivel popular, la mayoría de las personas no son conscientes de la importancia de la dieta alimenticia más allá de los efectos estéticos y culturales, mientras que muchos profesionales de la salud, en lugar de incentivar y promover la corrección de estos desequilibrios nutritivos y sus graves consecuencias, viéndose incapaces de conseguir que sus pacientes cambien, les permiten seguir con ellos, o simplemente no le prestan atención, de forma que los trastornos de sus pacientes van agravándose día a día, aunque aparentemente los síntomas molestos puedan desaparecer provisionalmente gracias a los medicamentos que tomen.
       Hemos de ser realistas, no obstante, y comprender que modificar los hábitos alimenticios de la población, puede resultar, en la mayoría de ocasiones, una ardua e incluso a veces vana labor, debido a la fuerza de la costumbre, las creencias, el influjo de la publicidad, la falta de tiempo, la ley del mínimo esfuerzo, o el coste de los alimentos. Por ello, la opción de tomar suplementos de Omega-3 es una opción práctica y realista, especialmente indicada a nivel individual o familiar.
       No obstante, sería deseable que los responsables de nuestra sanidad, se plantearan la posibilidad de realizar algunos cambios, esforzándose en aumentar los recursos para informar bien a la población, de la importancia real y la necesidad de reducir los Omega-6 y aumentar los Omega-3 en su dieta alimenticia, explicitando muy bien cuáles son sus consecuencias, y facilitando si fuera posible, la ingesta de los Omega-3 necesarios a quien no pueda tener acceso a ellos. Esto repercutiría en la génesis de las enfermedades de la población, o sea, en el proceso de formación patológica, en lugar de actuar sólo sobre los síntomas como se está haciendo actualmente, de forma se estaría actuando preventiva y eficazmente, y a la larga, los resultados para la salud serían notables, rebajándose además y de forma importante el gasto farmacéutico que corre a cargo de la sanidad pública. Esta opción además de responsable, sería respetuosa con el paciente al no empeorar su estado orgánico con medicamentos cuyos efectos secundarios pueden ser muy importantes y concurrentes entre si.
       Sin menoscabo no obstante, de tener como objetivo elevar el nivel de conocimiento de la población con respecto a los hábitos alimentarios, sería deseable que paralelamente se realizara también a nivel de las distintas instituciones y administraciones públicas un apoyo al consumo de productos ecológicos y de proteínas vegetales, así como un mejor y más estricto control sobre la utilización de aditivos y conservantes químicos en los alimentos, cuyos efectos a largo plazo no están debidamente contrastados, ya que existen serias controversias al respecto, hecho que queda en evidencia desde el momento en que hay importantes diferencias legislativas y criterios de aplicación entre distintos países, pues se puede hallar un mismo aditivo que sea al mismo tiempo legal en un país, y prohibido en otro, lo que constituye en hecho ciertamente lamentable, porque las consecuencias a largo plazo, no están comprobadas.
       Hemos de encontrar una coherencia alimentaria, de forma que sea realmente saludable, y no la puerta de entrada a las enfermedades, como está ocurriendo en la actualidad. Recordemos al venerado Hipócrates: -“Que tu alimento sea tu medicina, y que tu medicina sea tu alimento”-. Pero dejemos de solamente “recordarlo” sin hacerle el más mínimo caso, porque actualmente, después de veinticinco siglos de ir oyéndolo de generación en generación, y de otorgarle a Hipócrates el rango de “padre de la medicina”, estamos más lejos que nunca de su espíritu, ya que tal parece que hayamos reconvertido su aforismo en “que tu alimento sea tu enfermedad, y tu enfermedad sea tu alimento”.      


La Naturopatía


       Suele definirse la naturopatía como la ciencia de la salud que estudia las propiedades y aplicaciones de los agentes naturales -alimentos vegetales, plantas medicinales, agua, sol, tierra y aire-, con el objetivo de mantener y recuperar la salud, mediante la selección y utilización de estos elementos inocuos que la Naturaleza nos ofrece, y desechando aquellos que son perjudiciales.
       Pero la naturopatía no es solo eso, sino también una filosofía de salud, y por lo tanto, de vida, ya que persigue ayudar a las personas a comprender y respetar las leyes naturales que rigen nuestro organismo –cuerpo, mente y energía-, con el fin que obtener y mantener un estado de máxima salud, y permitir actuar cuando sea necesario a las propias fuerzas curativas que poseemos, para restablecer el equilibrio orgánico.
       El naturópata por consiguiente, no puede limitarse simplemente a recomendar “remedios naturales”, sino que debe además informar, educar, y estimular el seguimiento de una conducta más responsable y natural, en sintonía con la Naturaleza, enseñando a comprender el significado de las señales que su organismo le transmite, y a saber proporcionarle a éste lo que necesita, para mantener o recuperar la salud.


Ante todo, no perjudicar


       “Primum non nocere”, es uno de los famosos aforismos de Hipócrates, y que significa: “lo primero, no perjudicar”. Para la naturopatía es una regla fundamental, la primera, siempre presente, y que como consecuencia de ella, un naturópata no aconsejará nunca un remedio que tenga efectos secundarios perjudiciales.
       Efectivamente, los efectos secundarios de los fármacos -“un mal menor necesario” como suele decirse-, están justificados en aquellos actos médicos urgentes en los que peligra la vida de forma inmediata, pero no lo están tanto en trastornos que responden a problemas en los que la vida no peligra, y que mayoritariamente son producto de hábitos antinaturales. “Curar” un órgano, perjudicando a otro, no es precisamente un ejemplo de excelencia, si acaso, y como mucho, de suficiencia.
       Efectivamente, en nuestro organismo existe un equilibrio entre todas sus partes, tanto físicas como mentales y energéticas. Si alteramos una, siempre se repercute en otra, en menor o mayor medida, a más corto o a más largo plazo. Por eso, en naturopatía, decimos que “no existen enfermedades, sino enfermos”. Debemos considerar a nuestro cuerpo como un solo órgano. No podemos hablar sólo de un pulmón enfermo, sino una persona enferma del pulmón, cuyos efectos perjudican al resto del organismo. No podemos ver nuestros órganos como si fueran piezas de un coche, que se cambian y se ponen nuevas si se estropean, sino que forman parte de un “todo”, que somos nosotros, y que estamos obligados a conservar holísticamente.
       Esta forma de ver las enfermedades y lo enfermos, permite comprender más fácilmente que los problemas que comportan los excesos de Omega-6 y la falta de Omega-3 en la alimentación, manifestados bajo formas patológicas distintas, como inflamaciones intestinales, alergias, artritis, diabetes o cáncer, tienen en realidad un sentido causal unitario, de forma que permite fijar más la atención en el enfermo, y no tanto en la enfermedad, y las múltiples partes implicadas como hacen los médicos especialistas, que en demasiadas ocasiones, cada uno tira por su lado.
       Resulta de vital importancia, que el paciente sepa que su problema está promovido por una situación proinflamatoria derivada de sus hábitos, para entender que en lugar de darle medicamentos “contra” la enfermedad como haría el médico, con el añadido de sus posibles efectos secundarios, el naturópata por su parte, procurará corregir la situación que provoca el problema, explicándoselo, motivándolo para que realice cambios en sus hábitos, aconsejándole los remedios naturales más adecuados para potenciar su capacidad y sus reacciones autocurativas y defensivas naturales. Estará ayudando no solamente al “órgano” afectado, sino a la totalidad de su organismo, al enfermo y no a la enfermedad, y sin perjudicarlo.
       No obstante, es necesario aclarar que las fuerzas naturales curativas de nuestro organismo, descritas por el propio Hipócrates como la “Vis Natura Medicatrix”, son fruto de la propia programación biológica de nuestro cuerpo, orientada a la supervivencia, y en la que participan  nuestras propias células, órganos, aparatos y sistemas, especialmente el sistema inmunitario, o derivadas de la fuerza mental así como de la energía vital que anima nuestro cuerpo, y que los chinos llaman “Qi”, o los hindúes denominan “Prana”. Todos y cada uno de estos mecanismos, se encuentran interconectados y tienen una tendencia natural a ir en pos de la salud, equilibrando las funciones y procesos de nuestro organismo, ya sean físicos, mentales o energéticos.
       Debido a la acción de esta programación y a la fuerza natural curativa, nos podemos encontrar que a veces ocurran fenómenos de “ajuste”, o procesos autocurativos, que pueden ser interpretados como “enfermedades” o “agravaciones”, pero que no son necesariamente negativos, aunque sus síntomas sean molestos, o puedan hacernos pensar que empeoramos. Efectivamente, lo que para nosotros puede ser un molesto síntoma, en realidad puede ser una queja del organismo, avisándonos de que algo no va bien, o una lucha que ha iniciado éste, para combatir aquello que lo trastorna. Y lo que a veces puede catalogarse como una agravación, puede ser también, señal de que el organismo está luchando para recuperar la salud, y en estos casos, lo razonable es favorecer esta lucha, para asegurar el éxito que persigue, en lugar de abortarlo.
       En homeopatia, es clásica y bien conocida la llamada “agravación homeopática”, que no es más que la señal de que se inicia el camino de la curación. Suele suceder especialmente cuando se tratan enfermedades crónicas, en las que el proceso curativo puede pasar por una “agudización” temporal de los síntomas. Dicho de forma esquemática, se trata de que las enfermedades que se cronifican generalmente se iniciaron y pasaron por unas etapas anteriores, en las que hubo manifestaciones de carácter agudo, pero que al no solucionarse debidamente, se hicieron crónicas. Pues bien, las enfermedades crónicas, para curarlas verdaderamente –lógicamente aquellas que aún sea posible curar-,  deben ir hacia atrás en lugar de seguir progresando hacia delante, de forma que los síntomas crónicos, generalmente estables, pueden volverse eventualmente más agudos, incluso más molestos temporalmente, para luego reducirse como remitirían si la enfermedad aguda original hubiera sido tratada adecuadamente en su momento.
       Es por ese motivo, que la naturopatía ante todo, procura favorecer las propias fuerzas curativas, para recobrar la salud perdida en lugar de anularlas, pero ello puede comportar el inconveniente, de seguir cierto tiempo con algún síntoma molesto, hasta que vaya desapareciendo gradualmente a medida que la causa principal también va solucionándose. A veces hay que tener un poco de paciencia. Asimismo, en un momento dado puede producirse una agravación aparente, por ejemplo en la piel, como consecuencia de un proceso de desintoxicación, o dolores de cabeza leves. Pero esto no significa necesariamente que se esté perjudicando, sino todo lo contrario, que el organismo lucha para recuperar su salud, aunque manifieste síntomas de “ajuste” o de “limpieza”.
       Algunas veces hemos observado por ejemplo, a personas enfermas de artritis, que víctimas de un fuerte catarro, entre otras cosas no tenían hambre y comían menos durante unos pocos días. Pues bien, al resolverse el catarro, resulta que se les había desaparecido el dolor artrítico, ya que el organismo había aprovechado para realizar una depuración, eliminando sustancias que le perjudicaban, llegando a durar esta mejora unos dos o tres meses. Sólo hay que comprenderlo.


Respetar y aprender de la Naturaleza. Escucharnos a nosotros mismos


       La Naturaleza nos enseña y nos dice, qué es lo bueno y qué es lo malo, lo que nos conviene y lo que no, lo que da la vida y lo que la quita. Pero no la escuchamos ni le hacemos caso. Nuestra soberbia como “reyes de la Creación”, nos ciega, juntamente con nuestra ignorancia sobre nosotros mismos, hasta el punto que nos hemos llegado a creer que podemos vivir a sus espaldas, que no la necesitamos. Nos creemos seres tan “superiores”, que a veces actuamos como si fuéramos inmortales, y nuestro afán hedonista provoca que muchas ocasiones, buscando placer, maltratemos nuestro organismo hasta límites insospechados. Lo intoxicamos con humo, drogas, alcohol, lo ensuciamos y contaminamos con grasas saturadas, carnes de animales engordados con todo tipo de pienso, a veces de dudosa calidad o procedencia, a los que quizás se les han dado hormonas, antibióticos y medicamentos, y sus carnes conservan aún algunos residuos de ellos, con productos elaborados industrialmente con todo tipo de aditivos e insecticidas químicos, o lo agotamos con pocas horas de sueño, excesos de diversión, de trabajo, estrés…
       Realmente estamos viviendo muchas veces de forma tan distante de la Naturaleza y tan opuesta a sus leyes, que lógicamente nuestro organismo no puede absorber todas estas agresiones sin que haya una repercusión negativa. Éste se queja, se adapta, se transforma, se deforma, aguanta todo lo que puede. Es increíble su capacidad para sobrevivir a pesar de nuestro comportamiento y del maltrato que le proporcionamos. Pero estamos tan sordos, que no le escuchamos cuando se queja, tan ciegos, que no vemos lo que es evidente, y tan inconscientes que cuando el pobre evidencia síntomas de cansancio, de agotamiento, se lamenta y nos avisa de que lo estamos perjudicando, nosotros somos tan “chulos” que le damos fármacos para que se calle y deje de molestarnos. Sin saberlo, de forma inconsciente, lo estamos matando lentamente.
       Una vez comprendida la naturalidad de los mecanismos de nuestro propio organismo, ante las distintas agresiones a las que se ve sometido, y ante los problemas a los que se enfrenta, o por los desequilibrios que le puedan acontecer, podremos valorar mejor que muchas veces no hemos de luchar contra las enfermedades propiamente dichas, sino utilizar los medios naturales de los que disponemos, para ayudar a nuestro organismo a eliminar las sustancias nocivas, extrañas y perjudiciales que le están provocando problemas, ayudándole a que pueda depurarse y regenerarse gracias a su propia fuerza autocurativa, la cual permitiremos manifestarse y actuar para reencontrar nuevamente su equilibrio y su salud.
       Dicho de otra forma, se trataría de recuperar la intuición innata para la supervivencia que tienen muchos animales. Los seres humanos vamos a escuelas, universidades, tenemos televisión, ordenadores, sabemos varios idiomas, pero la gran mayoría de personas no conocen su propio cuerpo, y no entienden su lenguaje interno, y por ese motivo no se le escucha ni atiende. En cambio, muchos animales, cuando se sienten enfermos, dejan de comer durante unos días o cambian su dieta buscando preferentemente un tipo de alimento que intuitivamente saben que necesitan para restablecerse, se retiran y descansan hasta encontrarse mejor, se revuelcan en el barro, se aplican entre ellos sustancias que les ayudan a curar su afección, y cosas así. Resulta increíble lo que son capaces de hacer los animales para recuperar la salud, sin haber ido a ninguna escuela, ni sin ser tan “inteligentes” como nosotros, que la mayoría de veces lo único que hacemos ante cualquier molestia física o mental, es tomar un fármaco que elimina los síntomas del problema, sin dejar al organismo que se restablezca de forma natural, sin saber si a la larga, sus efectos secundarios nos van a perjudicar, y sin dejar de hacer lo que probablemente nos perjudica. Mucha gente no puede permitirse el lujo de estar enferma, y mucho menos, de cuidarse como debería. Y eso se paga caro.
       Para poder cuidar mejor de nuestra salud debemos recuperar parte de esta intuición perdida, aprendiendo de la Naturaleza, y escuchando a nuestro propio organismo cuando nos habla. Les aseguro que el esfuerzo sale a cuenta.


Tratar las causas en lugar de tratar solamente los síntomas


       A estas alturas del libro, seguro que los lectores ya se habrán acostumbrado a distinguir entre las causas de las enfermedades y sus efectos o síntomas. Sabrán que muchas enfermedades graves se desarrollan gracias a una falta real de salud, a la persistencia de unos hábitos que favorecen la alteración de nuestro sistema inmunitario y que al mismo tiempo lo hacen más frágil ante ciertos factores externos como virus o bacterias.
       Pero la mayoría de personas piensan que, generalmente, las enfermedades son algo fortuito, una cuestión de mala suerte, de nuestros genes, de virus y bacterias. Que lo único que se puede hacer es ir al médico y tomar medicamentos. Y piensan que un síntoma es una enfermedad, contentándose con “apagar” este síntoma para que no moleste, olvidándose de la causa primera que lo provoca.
       Realmente, esta situación no ha de extrañar cuando los responsables de la sanidad de nuestro país no se han preocupado de elevar el nivel de cultura sanitaria en la población. ¿Cómo puede un ministro de sanidad decir a la población, con motivo de la contaminación por aceite de colza de hace unos años, que se trataba de “bichitos que si se caen de una mesa, se mueren? Esto solamente puede darse en una situación generalizada de “analfabetismo de la salud”, permitido e incentivado por las propias instituciones políticas y agentes sociales.
       Desde que en el año 1982, se concedió el Premio Nóbel de Medicina y Fisiología a Bergström, Samuelsson y Vane, por sus descubrimientos en relación a la acción e importancia de algunos eicosanoides en nuestro organismo, ha pasado tiempo más que suficiente para que se tomara conciencia social, de que el exceso de Omega-6 y la falta de Omega-3 en la alimentación, podía ser una de las causas en las que se sustenta la génesis proinflamatoria de muchas enfermedades crónicas. Sin embargo, en lugar de actuar corrigiendo estas causas, científica y suficientemente comprobadas, de tomar medidas efectivas para corregir estos desequilibrios nutritivos, y así prevenir la aparición de estas enfermedades o mejorarlas, el sistema sanitario ha seguido tratando mayoritariamente estas enfermedades de forma alopática, es decir, fijándose en sus efectos, en sus síntomas, centrándose en los “bichitos”, recetando medicamentos sintomáticos, y olvidándose de las causas nutritivas que realmente favorecen su aparición y agravación.
       La falta de información, de interés por parte de médicos y laboratorios (38), así como también de recursos destinados a potenciar los modelos sanitarios biopsicosociales, han permitido que la mayor parte de la población haya seguido con los mismos hábitos que favorecen la propia aparición de estas enfermedades, y sigan considerando la salud, como algo complejo y externo a ellos, competencia exclusiva de los médicos y los fármacos, en lugar de tomar conciencia de que pueden ser agentes de su propia salud, y entendiendo que muchas enfermedades, o situaciones previas que las provocan, derivadas de sus hábitos alimenticios, se pueden prevenir e incluso evitar muy fácilmente mediante modificaciones de algunos de estos hábitos.
       Sabiendo lo que ya sabemos, no resulta difícil comprender porqué han ido aumentando toda esta serie de enfermedades, cuando lo esperable era que disminuyeran, gracias a los grandes avances científicos y tecnológicos. Pero ¿de qué nos vamos a sorprender, si también era esperable que a medida que fuéramos progresando, se acabarían las guerras, y tampoco es así? ¿Hacia dónde se dirige el “progreso”?
       El concepto de equilibro Omega-6/3, es un ejemplo clarísimo de este fenómeno causa-efecto, el cual, a pesar de estar suficientemente demostrado y documentado su papel en la génesis de importantísimas enfermedades, se suele pasar por alto en el estudio, análisis, diagnóstico y tratamiento por parte de la mayoría de profesionales de la salud. Esta situación es imperdonable, cuando conseguir el equilibrio Omega-6/3 mediante una reducción de la ingesta de Omega-6, y un aumento de Omega-3 en la alimentación, supondría un procedimiento lógico e inteligente, muy efectivo de forma inmediata, incluso como complemento a la medicación si ésta es absolutamente necesaria. Pero no se le hace caso, y se siguen buscando y matando “bichitos”.
       Para comprender de una forma más visual, la diferencia entre causa y efecto, realizaremos un rápido viaje imaginario, que nos trasladará a la vida de un niño cualquiera, a una historia médica de lo más normal y corriente, que nos ayudará a entender porqué es conveniente tratar las causas, y no solamente los efectos, cuando nos enfrentamos a las enfermedades. En esta historia se capta el desarrollo de la enfermedad desde un principio, sus causas, los esfuerzos del organismo por curarse, las complicaciones de la enfermedad y su transformación en otras más complejas, la acción sintomática y anuladora de los medicamentos, sus efectos secundarios, tanto orgánicos, como consecuencia de la creencia de que se ya se está obrando eficazmente para curar la enfermedad, los mecanismos defensivos y autocurativos del organismo para deshacerse de los elementos nocivos procedentes de la alimentación y los medicamentos, y la evolución de las enfermedades que empiezan con la fase aguda, siguen con la subaguda, la etapa crónica, la crónica degenerativa, la degenerativa y la muerte.
        Imaginemos un niño llamado Peter. Tiene algo menos de año y medio, y en su proceso de adaptación gradual a la alimentación “adulta” se le da por vez primera, un alimento común, de los que suele darse en la alimentación estándar, al que llamaremos alimento X. Podría tratarse de un producto cualquiera, elaborado industrialmente, que se anuncia en televisión, y que se encuentra en los supermercados. Contiene Omega-6, en cantidad ligeramente más elevada que en la media de otros alimentos, y además, lleva un conservante químico autorizado pero que el organismo del niño no tolera muy bien, aunque sus padres no lo saben, y que al hallarse en muy pequeña cantidad, teóricamente resulta inocuo y, por lo general, no provoca grandes molestias.
       Pues bien, al cabo de pocas horas de tomar por vez primera el alimento X, Peter presenta dolor de vientre. El problema reside en que el alimento le desencadena una reacción inflamatoria de su organismo, provocado en parte por el exceso de ácido araquidónico, y también como reacción defensiva del propio organismo para intentar neutralizar los efectos perjudiciales de las sustancias que le resultan nocivas o tóxicas, tratando de evitar que se absorban, y facilitando así su eliminación lo más rápidamente posible. Una diarrea puso punto final a este episodio, eliminando las sustancias que el organismo de Peter no aceptaba.
       Fíjense los lectores, que la verdadera causa del problema ha sido la ingestión del producto alimenticio inadecuado para el niño, y que el dolor de vientre y la diarrea han sido reacciones defensivas primarias y directas del propio organismo. Lógicamente, hay que saber diferenciar una diarrea esporádica de una diarrea importante y pertinaz, que puede provocar una grave deshidratación del niño. Evidentemente, hay que ser muy prudentes y estar siempre vigilantes ante cualquier complicación.
              Los padres no hicieron nada especial, porque no era la primera vez que el niño tenía dolor de barriga o diarrea. Una vez pasado el episodio, quedó la anécdota para explicar a la abuela, o a la vecina, que el niño había tenido “dolor de barriga y diarrea”, pero que “ahora ya está bien”. La madre le había hecho cocimiento de zanahoria y “arrocito hervido” para ayudar a superar el problema. Pero una vez transcurrido el incidente, a los dos días, se le volvió a dar el producto alimenticio X.
       Esta vez, el organismo del niño no reaccionó tan drásticamente como la anterior –se va produciendo un efecto de acostumbramiento-. Esta falta de reacción inmediata impide que la madre pueda relacionar el alimento X con el dolor de vientre y la diarrea, porque entonces se hubiera podido dar cuenta de que dicho alimento podía estar relacionado con el dolor de barriga y la diarrea anterior. Pero no hubo reacción inmediata aparente, y se le volvió a dar al niño el alimento X, aunque no diariamente. Al cabo de cuatro días, volvió a manifestar problemas digestivos e intestinales. El niño tenía unas décimas de fiebre, ante lo cual la madre lo llevó al médico.
       El pediatra, mediante las exploraciones pertinentes, comprobó que Peter estaba “perfectamente”, salvo por “el problema de la barriga”, que sin duda era lo que le provocaba las décimas de fiebre. –Nada importante- dijo. Le recetó un antitérmico y un jarabe para darle antes de las comidas. La madre siguió los consejos de su médico, y le hizo además, el cocimiento de zanahoria y arroz hervido. A los dos días, el niño “ya estaba bien”, pero se le siguió dando el jarabe, -hasta que se acabe-.
       En las siguientes semanas, se pasó a darle el alimento X ya casi diariamente, sin que su organismo reaccionara negativamente como antes, lo que se podía traducir en una “buena tolerancia”, pero que en realidad, además del efecto de acostumbramiento, resultaba que las reacciones defensivas del niño se habían visto “sofocadas” por los medicamentos, el jarabe y los antitérmicos, y por lo tanto, había bajado su reactividad defensiva.
       Lentamente iba acumulando en sus tejidos y en su sangre una mayor cantidad de ácido araquidónico provocado por la ingesta excesiva de Omega-6, provocando la creación de eicosanoides negativos, y también se iban sumando silenciosamente los efectos nocivos del conservante. El alimento X no le resultaba saludable, pero cada vez se producían menos manifestaciones patológicas agudas, empezándose a larvar, una situación proinflamatoria.
       Así siguió el niño hasta que un día, un poco antes de cumplir dos años de edad, le aparecieron unas manchas en la cara. ¡Qué horror, pobrecito! El pediatra recomendó a los padres que acudieran al dermatólogo. Éste les preguntó si el niño había tenido alguna otra mancha antes, y dijeron que no, que “lo normal”, un poco de dermatitis, alguna irritación esporádica pero que se iba sola al cabo de unos días. Les recetó una pomada para la eccema, y al cabo de tres semanas, prácticamente ya no se le notaban las manchas en la cara. -Va muy bien esta pomada– dijo la madre, entusiasmada.
      ¿Qué había ocurrido? El niño seguía tomando el alimento X, y seguía también acumulando los efectos negativos del ácido araquidónico, que iban trabajando internamente promoviendo eicosanoides negativos que mantenían su estado proinflamatorio, afectando al sistema inmunitario, además del sibilino daño provocado por el aditivo químico del producto. El propio organismo del niño, aún teniendo dificultades para expresar sus quejas vía digestiva e intestinal debido al jarabe y antitérmicos, eventualmente manifestaba lógicos dolores de vientre y promovía pequeñas diarreas ocasionales como reacciones básicas defensivas para echar fuera lo que le dañaba, pero claro, no se le hacía caso y se le continuaba dando el perjudicial alimento, calmando sus reacciones con medicamentos. Así que su organismo fue gradualmente adoptando otra estrategia para evitar que estas sustancias nocivas le dañaran órganos vitales, desviando los problemas hacia el exterior, hacia la piel, que es un emuntorio natural como lo es el intestino, es decir, que sirve para eliminar sustancias metabólicas de desecho. Se manifestó inicialmente en forma de manchitas que son habitualmente interpretadas como “simples irritaciones”, pero que al no cesar la causa de sus problemas, y teniendo necesidad de eliminar una serie de toxinas que le perjudicaban internamente, las simples dermatitis se fueron reconvirtiendo finalmente en eccemas de la cara.
       Fue pasando el tiempo, y entre pequeños trastornos digestivos e intestinales, para los que la madre siempre recuperaba el jarabe del principio, -es que le va muy bien-, afirmaba convencida, y con la pomada para las manchas de la cara, que le ponía de vez en cuando porque a veces le rebrotaban, el niño llegó a la edad de tres años. Gozaba de un buen aspecto general. Pero antes de cumplir los cuatro años, comenzó a tener dificultades respiratorias nocturnas. Sufría ahogos, su respiración tenía silbidos y no podía dormir. El médico le diagnosticó asma.
       ¿Qué había ocurrido? Sabemos que el niño tenía problemas con el alimento X, pero nadie era consciente de ello y lo seguía consumiendo casi a diario, siendo ésta la principal causa de sus problemas. La pomada para la cara solamente le suprimía el síntoma de la reacción defensiva orgánica, e impedía a la piel actuar como vía de salida y de manifestación del problema interno. Con ello, se forzó a tirar para adentro lo que el organismo quería tirar hacia fuera, abortando los mecanismos defensivos primarios del propio cuerpo. La consecuencia fue que el problema empezó a manifestarse en las vías respiratorias como alternativa del organismo para minimizar en lo posible, los efectos perjudiciales que le provocaba internamente la acumulación de los distintos efectos perjudiciales provocados por el alimento X, especialmente los eicosanoides negativos pertenecientes a una de las clases de leucotrienos.
       Los padres llevaron al niño a un alergólogo, que le hizo pruebas para hallar los posibles alérgenos “causantes” de su problema asmático. Le dio vacunas, le recetó un inhalador para que lo llevara siempre encima, y prednisona. Y así, nuestro niño fue creciendo, pero pasándose una buena parte de su infancia visitando la consulta médica, faltando a la escuela por estar enfermo, sin poder hacer deporte de competición, temiendo la lluvia porque le desencadenaba ataques de asma, pasándose noches enteras sin dormir y sentado en la cama porque tumbado se ahogaba… Se convirtió en un niño enfermizo y débil.
       Pero por fortuna, al cumplir quince años, el asma desapareció. El paso a la adolescencia acabó de madurar su sistema inmunitario. Y aunque aún tenía unas pequeñas manchas que le aparecían y desaparecían en la espalda y en el pecho, ¡el asma había desaparecido!, y nuestro Peter estaba contento y feliz, porque ya era “un niño normal” porque “ya no estaba enfermo”.
       Sin embargo, sus bronquios habían quedado afectados por los esfuerzos realizados ante el asma, estaban algo dilatados y tenía un discreto enfisema. Su hígado padecía también una ligera insuficiencia, y de vez en cuando le salían manchas en la piel, desarreglos digestivos e intestinales variables. Y por supuesto, seguía tomando el popular alimento X.
       Al cabo de pocos años, los problemas en la piel se le habían agravado a pesar de las pomadas, convirtiéndose en psoriasis. Se resfriaba a menudo, y cuando esto ocurría cogía bronquitis asmática. En una revisión médica para la empresa en la que empezó a trabajar, se le detectó el hígado graso. Aparentemente, eran afecciones “leves”, por lo que Peter pudo seguir haciendo “vida normal”. El no sabía como nosotros sabemos, que si no hubiera estado tomando el alimento X, no estaría así. Y lo peor es que ahora tomaba el nuevo alimento XX, con un mayor contenido de Omega-6, conservantes y azúcares, que el anterior. Peter además había aumentado el consumo de grasas saturadas, le gustaban mucho los embutidos, y casi no comía ni fruta ni verdura.
       Pasaron otros diez años. Sus hábitos alimenticios siguieron siendo prácticamente los mismos. En la empresa donde trabajaba, había mucha presión. Peter, ya era un hombre hecho y derecho que había creado su propia familia. Tenía responsabilidades y mucho trabajo. Comenzó a tener problemas de hipertensión y sobrepeso, le empezaron a doler las articulaciones, y esporádicamente tenía episodios depresivos, que también empezó a medicarse.
      Seguía tomando el alimento XX, por lo tanto seguía manteniendo la causa principal de sus problemas de salud y aumentando gradualmente su gravedad, sin saberlo. Seguía promoviendo su estado inflamatorio interno, afectando cada vez más a sistema inmunitario, con lo que se iban transformando y combinando sus enfermedades conocidas con nuevas manifestaciones patológicas, que no eran más que estadios más complejos de un mismo problema.
       Su organismo manifestaba sus quejas como buenamente podía, pero éstas no eran atendidas, y los medicamentos que tomaba anulaban durante un tiempo los molestos síntomas. Su organismo intentaba adaptarse a las exigencias gradualmente más duras a las que lo sometía, pero cada vez tenía menos recursos y salidas naturales, deteriorándose su con una rapidez superior a la que se puede considerar la velocidad natural por envejecimiento fisiológico. Además, la depresión agravaba sus problemas, y nuestro hombre se estaba abandonando a su suerte, y ya no controlaba lo que le sucedía. Tomaba mucho más alimento XX, porque necesitaba un suplemento extra para resistir, para aguantar el estrés…, pero sin saberlo, iba alimentando aún más la causa de sus problemas.
      Cumplió 37 años. Le había salido diabetes de tipo 2 –decía que le tenía que salir a los 50, porque así lo señalaban las estadísticas, ya que tenía predisposición porque su madre también la había sufrido-. La artritis apretaba de lo lindo, sufría arritmias esporádicas y la depresión había adquirido el grado de severidad mayor. Estaba de baja laboral desde hacía siete meses, tomando cada vez más medicamentos, pero que no le solucionaban los problemas y sólo le servían para “ir tirando”, al precio de que sus efectos secundarios empeoraban aún más el panorama, y su estado de salud interna era cada vez más precario. No modificaba sus hábitos, no hacía ejercicio, se pasaba casi todo el día delante de la televisión…, y el alimento XX tampoco faltaba en su dieta diaria.
       40 años. Cáncer de páncreas. A Peter se le practicó quimioterapia. Antes de cumplir los 41 años, falleció.
       A nadie se le ocurrió estudiar su dieta, sus intolerancias alimentarias, proporcionarle Omega-3, ni modificar drásticamente sus hábitos alimenticios, ni mucho menos pensar que un alimento tan popular como el alimento XX, le podía perjudicar tanto. Ni Peter supo nunca lo importante que habría sido para él, analizar sus enfermedades desde un punto de vista causal y no sólo sintomático. O cómo habría sido su vida si no hubiera tomado el popular alimento X, que todo el mundo tenía por saludable. Peter iba al médico cuando tenía que ir, y tomaba los medicamentos que le recetaban. Nadie se detuvo a pensar que sus muy distintas enfermedades tenían un hilo conductor, una base común encubierta, que se iba incrementando con el paso de los años. La alimentación fue su enemigo invisible número uno. Pero tuvo otros enemigos, como el no conocer ni escuchar a su organismo, o el pensar que él no podía hacer nada y dejar su salud exclusivamente en manos de los médicos y los medicamentos.
       Todo el mundo creía que tenía muchas enfermedades, pero la mayoría de los síntomas y manifestaciones patológicas, provenían de una misma base común. Nadie cayó en la cuenta que rebajando la cantidad de Omega-6 que ingería, e incrementando los Omega-3, posiblemente aún estaría vivo. Que eliminando el alimento X, no habría sido un niño enfermizo ni probablemente ahora estaría muerto. Se dedicaron a combatir los síntomas que eran señales de un organismo que se quejaba, que intentaba equilibrarse, que luchaba por eliminar lo que le hacía daño, que se adaptaba y se transformaba para sobrevivir a pesar de las continuas agresiones que le suponían el sistema y hábitos de vida. Como ven, son conceptos, costumbres, y procedimientos totalmente convencionales y socialmente aceptados, pero en su mayoría, lamentablemente equivocados, especialmente cuando se le da más valor a los síntomas, que a las causas.

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