SEGUNDA PARTE: SALUD Y
ENFERMEDAD
Salud o no salud, esta es
la cuestión
Hubo un tiempo en que se consideraba que
no estar enfermo, significaba estar sano. Pero ese tiempo ya pasó, y en el año
1946 la OMS -Organización Mundial de la Salud-, definió la salud
como un estado completo de bienestar físico, mental y social, y no solamente la
ausencia de enfermedad. Esta definición no obstante, tuvo y tiene retractores,
puesto que peca de cierta subjetividad y de ser estática. Fíjense que casi
podría servir como definición de “felicidad”.
Lo cierto es que es muy difícil
encontrar un consenso absoluto cuando se trata de definir conceptos cuyos
límites no están clara y visiblemente delimitados. Por lo tanto, voy a
permitirme la licencia de aportar alguna reflexión que ayude a ampliar un poco
más la visión sobre qué es lo que se podría considerar como verdadera salud. Les
resultará de gran utilidad para comprender aspectos vitales, que abordaremos
más adelante.
Para facilitar las posteriores lecturas y reflexiones,
a efectos prácticos dividiremos la salud en “física” y “mental”, como formas básicas complementarias
en permanente conexión, pero recordando que es necesario que haya equilibrio
entre ambas, tal como dice el antiguo aforismo “Mens sana i corpore sano”. No
obstante, para que la salud física y la mental estén equilibradas e
interconectadas armónicamente, también necesitamos un tercer concepto, la salud
“energética”, que es la que da soporte, interconecta y equilibra las otras dos.
Tenemos pues tres conceptos, salud física, mental y energética.
Como
consecuencia de esta división, tendremos más claro el concepto de que
“nosotros”, como seres vivos, somos “organismos”. Veamos cómo se define esta
palabra en la Wikipedia (en 2009): -“Un ser vivo, también llamado organismo,
es un conjunto de átomos y moléculas que forman una estructura material muy
organizada y compleja, en la que intervienen sistemas de comunicación
molecular, que se relaciona con el ambiente con un intercambio de materia y
energía de forma ordenada, y que tiene la capacidad de desempeñar las funciones
básicas de la vida, que son la nutrición, la relación y la reproducción, de tal
manera que los seres vivos actúan y funcionan por sí mismos sin perder su nivel estructural hasta su
muerte”-.
Pues bien, a pesar de las limitaciones
de esta definición, y de su enfoque más bien “materialista”, sirve también para
entender que “nuestro organismo” es el conjunto de cuerpo, mente y energía,
como una unidad diferenciable del resto de seres vivos. Por lo tanto, empecemos
por erradicar esta generalizada costumbre de entender exclusivamente por “organismo” el
conjunto de órganos de nuestro cuerpo físico.
Efectivamente, la salud de nuestro
organismo en su totalidad, pasa por tener una buena salud física, mental y
energética, lo que equivale a decir que debemos cuidar nuestro cuerpo, nuestra
mente y nuestra energía, todo de forma equilibrada, y teniendo muy en cuenta
que es muy difícil separar una cosa de otra, porque en realidad “va todo en un
paquete”. El paquete somos nosotros, y no tenemos recambios, ya que somos
“piezas únicas”. Así que tenemos que cuidarlo bien si queremos vivir muchos
años y en buenas condiciones.
Pero ya que hemos hablado de “mente”,
¿qué se entiende de forma habitual por mente? Podemos interpretarla como la
capacidad intelectual y emocional que nos permite pensar, razonar, imaginar,
intuir, controlar nuestra conducta, nuestras funciones básicas o emociones. Hay
que tener presente, que no existe una definición consensuada de los que es la
mente, ni cuáles son sus límites. ¿Están sus funciones circunscritas dentro del
sistema nervioso central, con el cerebro como máximo jerarca, en cuyo caso
estaríamos hablando también de una “mente física”? ¿Puede nuestro sistema
nervioso, además de contener nuestra información interna, captar, procesar y
emitir información que no está contenida en el cuerpo, sino fuera? ¿Es posible
que además de los procesos técnicamente biológicos de nuestro cuerpo, existan
factores más sutiles que son canalizados por otros sistemas energéticos, como pueden
ser los “chakras”, influyendo también en el comportamiento mental? Estas y
otras muchas preguntas no tienen aún una respuesta definitiva, pero gracias al
desarrollo de la tecnología y de la física cuántica, es muy posible que pronto
se vayan convirtiendo creencias hasta ahora casi místicas, en fenómenos
explicables y controlables científicamente.
Pues bien, como se ha dicho al principio, la simple
ausencia o la presencia de enfermedad no debe significar necesariamente que se
tenga o no se tenga salud. Efectivamente, aún cuando una persona sufra una
enfermedad aguda de forma puntual, no tiene porqué significar que no goce de buena
salud, sino que por alguna circunstancia lógica se ha iniciado un proceso de
cambio, provocando un desequilibrio que puede ser pasajero, y durante el cual,
el organismo manifiesta unos síntomas que a su vez, reflejan su lucha por
resolver el problema o problemas de forma autónoma, utilizando sus propios
recursos autocurativos, e intentando recuperar el equilibrio físico, mental o
energético perdido. Por lo tanto, si una persona goza normalmente de buena
salud, lo más probable es que sus propios recursos defensivos venzan a la
“enfermedad”.
Por el contrario, cuando una persona no tiene ninguna
enfermedad o síntoma manifiesto, o sea que hay “ausencia de enfermedad”, pero
esencialmente esta persona goza de “mala salud” o tiene una salud precaria, es muy posible que cuando sea presa
de alguna enfermedad, aunque sea leve, su capacidad defensiva y autocurativa
puede ser insuficiente o verse en apuros, para vencer el problema, agravándose,
complicándose, cronificándose, o incluso peligrando su vida.
Por lo tanto, una buena salud física,
mental y energética, de forma estable y equilibrada, que permita disponer de
forma adecuada de nuestros recursos defensivos naturales, es lo que realmente debería
entenderse por tener buena “salud”, y a la que deberíamos aspirar todos.
Dicho esto, si miramos a nuestro
alrededor, observaremos que las patologías cardiovasculares, intestinales,
articulares, alérgicas, cáncer, diabetes o trastornos mentales y emocionales, que
son trastornos eminentemente crónicos, degenerativos o autoinmunes, se
encuentran en constante aumento, cuando lo lógico sería que disminuyeran como
consecuencia de los avances tecnológicos y del mayor conocimiento médico y
científico. Es evidente que algo falla.
Esta paradoja refleja que el sistema
sanitario actual no es capaz de prevenir y curar estas enfermedades de forma
efectiva y real, por lo que no disminuye, sino que aumenta su prevalencia y
frecuencia en la población. Hay quien dice que al haber alargado la expectativa
de vida, lógicamente se dispone de más tiempo para sufrir más enfermedades… O
sea, ¿vivimos más, pero más enfermos? ¡Vaya plan! Sea como sea, lo que es
evidente es que a pesar de los discursos oficiales, no tenemos mejor salud, ya
que de tenerla no habría este aumento de enfermedades crónicas y degenerativas. Es sencillo de comprender, ¿no?
En realidad se trata de una salud
precaria, falsa, dependiente cada día más de los fármacos. Y lo que es peor, con
una dependencia que se extiende al ámbito psicológico, pues la mayoría
de personas, inconscientemente dejan de preocuparse por su salud, y no se
molestan en aprender ni conocer los secretos de su propio organismo, delegando
todos los temas de salud exclusivamente en manos de los médicos.
La evidencia clara de que cada vez hay
más enfermedades graves, no se puede lógicamente atribuir a una sola causa, porque
la complejidad de nuestro mundo aumenta día a día, y los factores de riesgo
también, así que debemos partir de la base de que existe una multiplicidad de
factores causales. Pero lo que se nos está escapando de las manos, es que estos
factores se combinan con la ausencia de una verdadera salud. Parecemos sanos, pero no lo estamos. Necesitamos tomar
fármacos para una cosa o para otra. Solo hay que pasarse un ratito en una
farmacia importante, y podremos observar que la gente sale con bolsas llenas de
medicamentos, tal como si en lugar de una botica se tratara de un
supermercado. Cuando observas esto, te viene al pensamiento que tomar tanta cantidad de medicamentos, con los
consiguientes efectos secundarios que conllevan, no puede ser bueno. De hecho,
en algunos casos ya se ha visto que tan solo dejando de tomar esta cantidad tan
abultada de medicamentos, se produce una clara mejora de la salud. Es cada vez más
habitual, ver cómo mucha gente, principalmente de edad avanzada, va semanalmente
al médico “para que le recete”, y si no les receta nada, dicen que “es un mal
médico”.
¿Cómo se ha llegado a esta situación? No
es sencillo de explicar. Estamos en una sociedad consumista, y nosotros somos
ante todo “consumidores”, de forma que estamos inmersos en un sistema donde priva
la necesidad de vender de las industrias y comercios por encima de nuestras
verdaderas necesidades. Incluso nos crean nuevas necesidades con tal de vender
más. Y nosotros nos complicamos la vida, trabajando más, endeudándonos más, estresándonos
más, para poder pagarnos estas nuevas “necesidades”. Esta situación provoca que
la mayoría de gente “viva pensando sólo en vivir, y viviendo sin pensar”, o lo
que es lo mismo, consumiendo sin límite, buscando el placer en cualquier de sus
formas, aunque luego le perjudique, a sabiendas, o sin saberlo.
Esta búsqueda de placer, de emociones, de
satisfacer nuestras más inmediatos apetitos y deseos, resulta muchas veces incompatible
con el cuidado de nuestra salud, y en lugar de prevenir las enfermedades
provocamos inconscientemente su aparición, de forma que cuando aparece un
problema, vamos al médico para que nos recete algo para quitar estos molestos
síntomas y nos permita seguir haciendo vida “normal”. No se tiene en cuenta que
si no se elimina la causa que provoca estas enfermedades jamás se podrán
curar, a lo sumo se “taparán” o aplazarán. Lo que se persigue por encima de
todo, es volver a la “normalidad” y seguir haciendo lo mismo de siempre, sin
renunciar a nada. Aunque esta “normalidad” signifique dañar nuestro organismo.
Por ejemplo, fumar, beber…
Lo cierto es que el poder de algunas
multinacionales farmacéuticas es incluso mayor que el de algunos gobiernos. Hemos
podido comprobarlo por ejemplo, en la
llamada gripe A. Estas multinacionales influyen fuertemente en las políticas
sanitarias. En nuestro país, la llamada medicina dominante es la alopática, cuyo
nombre proviene del hecho de que su intención es actuar “contra” las enfermedades,
y lo que hace realmente en la gran mayoría de ocasiones es administrar un
fármaco que suele actuar contra los “síntomas”, de forma que el origen real de
los problemas suele mantenerse oculto, a la espera de las condiciones propicias
para volver a manifestarse, a veces de forma más grave, bajo variantes
patológicas distintas o combinadas.
Esta medicina convencional, alopática,
que es la “oficial”, responde a una filosofía o una orientación llamada
“biomédica”, desde la que se afirma que el origen de las enfermedades reside
siempre en causas biológicas, dependientes de un mal funcionamiento de sus
procesos fisiológicos a causa de desequilibrios bioquímicos, o por la acción de
patógenos externos como virus o bacterias. Como consecuencia de ello, se
favorece la creencia generalizada en la sociedad, de que toda disfunción o
enfermedad debe ser tratada con un fármaco específico para combatirla, y que
aparte de esto, nosotros poco podemos hacer. De ahí que los automatismos que se
han generado son, puestos de una forma muy esquemática y breve, los siguientes:
a) La gente se despreocupa de su salud, simplemente
“vive”.
b) Cuando alguien se encuentra mal, va al médico.
c) El médico diagnostica enfermedades y receta los
medicamentos correspondientes.
d) Si el problema “desaparece”, se vuelva a hacer “vida
normal”. Si persiste, vuelta al medico y más medicamentos.
e) Si el problema “desaparece”, “vida normal”. Si solo se
suaviza, se deben realizar “controles”. Si persiste, aplicación de medidas más
drásticas, que pueden permitir volver a hacer “vida normal”, “controlada”, o si
las consecuencias son muy importantes, la persona ve disminuida su
“normalidad”, en grados que pueden oscilar entre leve o muy elevada, pasando el
enfermo a mantener una dependencia elevada de los fármacos.
f) Si sigue habiendo problemas, el paciente será ya
fármacodependiente, y deberá tomar medicamentos el resto de su vida. Su ilusión
consistirá en vivir con la máxima “normalidad” posible.
El resultado de esta política sanitaria
está claro: Cada vez se vive más –atribuible en una gran parte, a las mejoras
en condiciones ambientales e higiénicas en que vivimos-, pero también hay una
salud cada vez de peor calidad, que se traduce en más enfermedades y mayor
dependencia de los médicos y de los fármacos.
Sin embargo no todo son malas noticias.
Pasito a pasito, sin ruido pero firmemente, se va abriendo camino la
orientación sanitaria llamada “biopsicosocial”. Según ésta, las causas de las enfermedades y trastornos las
podemos encontrar, además del ámbito biológico, en el ámbito psicológico y
social. Y así como en el enfoque biomédico se sigue un modelo causal patogénico
–todo son enfermedades, todo se patologiza y todo se medica-, en el enfoque
biopsicosocial, el modelo es multicausal salutogénico, que se interesa por los
factores causales generales, desmedicalizando la salud y promocionando unas
mejores condiciones sociales, que permitan unos hábitos de vida más saludables.
Lógicamente, algunos lectores pueden dudar
de la influencia psicológica en la salud física. Alguien puede opinar que las
enfermedades “psicosomáticas” son imaginarias. Sin embargo no es así. Por lo
menos de forma absoluta. Antes hemos dicho que nuestro organismo es un “todo”,
una unidad orgánica física, mental y energética, por lo que cualquier alteración
de uno de estos factores afecta a los demás, sean cual sea el factor o parte
afectada. Veamos un ejemplo concreto para entender esta interrelación.
En el estudio científico realizado en el
año 2005, publicado en el Journal of clinical
oncology: official journal of the American Society of Clinical Oncology (168), se midió el estrés psicosocial, en pacientes con
cáncer de ovario, relacionando la angustia, el apoyo social y las células NK
–natural killer- del sistema inmunológico. Una vez realizadas las pruebas y
analizada la actividad de las células NK después de practicar operaciones
quirúrgicas a los pacientes, se demostró que los factores psicosociales como
el apoyo social de forma positiva, y la angustia y el estrés de forma negativa,
influían en los cambios de respuesta inmunitaria celular y en el nivel del
tumor de forma clara y contundente.
Por consiguiente, es necesario asimilar que
muchísimos problemas de salud y enfermedades vienen derivados de los hábitos
antinaturales perjudiciales, dependientes tanto del propio comportamiento
individual, como del entorno familiar y cultural, de tal forma que sólo un
cambio de estos hábitos y la utilización de medios naturales, pueden reconducir
adecuadamente la marcha de la salud y la enfermedad.
Pero aún nos queda la naturopatía, un
recurso que veremos seguidamente, y que se adscribe al enfoque biopsicocial,
pero añadiendo el conocimiento y la utilización de los agentes naturales, que
permiten a las propias fuerzas curativas del organismo, restablecer el
equilibrio corporal, mental y energético. Es decir, que ayuda a obtener y
mantener la salud en las mejores condiciones posibles, de forma totalmente
natural.
Problemas
de salud derivados de la alimentación
Al comentar anteriormente la paradoja
del aumento de enfermedades en el mundo moderno, les decía que no había una
sola causa, sino una multiplicidad de factores, entre los que se encuentran los
externos o ambientales. Pues bien, de entre todos, el factor más decisivo en la
gran mayoría de ocasiones, es sin duda la alimentación.
En las sociedades “desarrolladas”,
cuando alguien enferma, normalmente se le dan medicamentos para corregir los
trastornos, y el propio médico le dice al paciente, que en unos días, ya podrá
“hacer vida normal”, lo que viene a significar que podrá “comer y beber
normalmente”, o dicho de otro modo, que podrá volver a alimentarse de la misma
forma que ha hecho siempre, pues generalmente nadie le dice que quizá su
problema de salud provenga de sus hábitos alimentarios y que los debe cambiar.
Si la persona no cambia sus costumbres, seguirá sembrando y recogiendo más de
lo mismo. Einstein dijo: -Si buscas resultados distintos, no hagas siempre lo
mismo-. ¿De verdad hace falta ser Einstein para llegar a esta conclusión? Lo
que sí hace falta es tener las ideas claras, y fuerza de voluntad. Sin duda
alguna.
Como hemos comprobado en la primera
parte del libro, por un lado tenemos que los estudios epidemiológicos
realizados en todo el mundo, han constatado de forma clara, que en las zonas
geográficas del planeta en donde la mortalidad cardiovascular es más baja,
resulta que también es más baja la tendencia al sufrimiento de otras
enfermedades y trastornos como cáncer, asma, psicopatías, enfermedades
inflamatorias y metabólicas. Y por otro lado, se ha verificado mediante
numerosas investigaciones, que existe una clara relación entre estas diferencias
epidemiológicas, y el consumo de ácidos grasos poliinsaturados Omega-6 y
Omega-3 de cada población. Además, también se ha constatado racionalmente, que
estas diferencias iniciales entre grupos poblacionales, con los años se van
reduciendo debido a la homogeneización de los estilos de vida que comporta el
fenómeno de la globalización, de forma que muchos pueblos “occidentalizan” sus
costumbres alimenticias, y ven cómo aumentan gradualmente la prevalencia y
frecuencia de estos trastornos y enfermedades. La evidencia es sencillamente irrefutable.
Incentivada por el “consumismo”, la
alimentación se ha convertido para muchísimas personas en “una emoción”, de forma que ya no comen para vivir,
sino que casi viven para comer, especialmente cuando su vida está carente de
otras emociones, o de objetivos y metas ilusionantes, y comer se convierte en
un refugio. De hecho, es muy conocida la frase: –las penas con pan, son menos
penas-. Pues bien, cuando se dan estas situaciones, cuesta muchísimo modificar
los hábitos personales, especialmente los alimenticios, y si se logra, casi
siempre es con la ayuda de cambios psicológicos y refuerzos positivos, que los
estimulen y los encaucen. Pero aún es más difícil llevar a cabo estos cambios
cuando el fenómeno está muy extendido socialmente, de forma que los
condicionantes ambientales, las costumbres, la cultura, pueden hacer mucho más
difícil escapar de estos hábitos, no siendo posible conseguirlo sin realizar un
profundo esfuerzo reflexivo, producto del conocimiento y del análisis crítico sobre
las graves consecuencias que conlleva un comportamiento determinado, comprender
y asimilar la necesidad de cambio, tomar la decisión de cambiar, y actuar.
Incluso a veces, cuando alguien intenta modificar sus hábitos antinaturales, y
opta por aplicar conductas más saludables y naturales, se puede encontrar
fácilmente, con que su entorno no solamente no le da soporte, sino que le ataca
por ser diferente, provocando una presión psicológica que puede derivar en el
abandono de la idea de cambio, y volviendo a los hábitos típicos considerados “normales”.
Hay que tener en cuenta, como explica el
Dr. Banegas, en su trabajo Epidemic of metabolic diseases. A warning
call (169), que además de la evidente epidemia de ciertas
enfermedades metabólicas como la obesidad y la diabetes tipo 2, así como otras
enfermedades derivadas que está sufriendo el mundo industrializado, debido
fundamentalmente a un estilo de vida sedentario con dieta abundante y excesiva,
y que se ha ido extendiendo gracias al fenómeno de la globalización, la falta
de calidad de los productos alimenticios y el desequilibrio de estas dietas,
también se ha convertido en un factor añadido que complica enormemente el
panorama. Y aunque es difícil demostrar puntualmente que una enfermedad se
deriva de un hábito alimentario inadecuado, lo cierto es que muchos estudios
epidemiológicos, lo confirman. Por lo tanto, negar esta evidencia no es más que
una cabezonería a nivel personal, de quien por distintas razones que le atañen,
intenta justificar lo injustificable, como hacían antes –ahora ya no tanto-,
los fumadores que afirmaban con rotundidad y desparparjo: -a mí, el tabaco no
me hace daño-. ¿Estaban realmente seguros de ello?
Existe
el convencimiento general, de que el cáncer, por ejemplo, es como una especie de
lotería en negativo. Que si te toca…, mala suerte. Y efectivamente, un riesgo
de fatalidad siempre existe en nuestras vidas, pero lo cierto es que el
porcentaje de “fatalidades” es más bajo de lo que se piensa, dado que la
mayoría de cánceres, salvo excepciones, tardan
en desarrollarse una media de entre 5 y 45 años, es decir, que normalmente no
se producen de un día para otro, sino que por lo general, “se van haciendo a
fuego lento”. Suele iniciarse interna y discretamente, y se va desarrollando
según las circunstancias de cada caso.
Existen diversas investigaciones que
demuestran, que el cáncer depende mucho más de nuestros hábitos y estilo de
vida, que de nuestros genes. Uno de estos estudios, realizado por el Department of Medicine, Hvidovre University
Hospital, en Copenhagen (170), estudió 960 familias. Se valoró y comprobó que
cuando el padre biológico de un niño, había muerto antes de los 50 años por
cáncer, no influía prácticamente en el desarrollo de cáncer en el hijo, pero en
cambio, cuando el que moría antes de los 50 años de cáncer, era el padre
adoptivo de un niño, se multiplicaba por 5 el riesgo de muerte por cáncer para
el hijo adoptivo. ¡Impresionante! Así las cosas, muchas investigaciones
coinciden en que sólo un 15% de mortalidad debida al cáncer puede explicarse
por factores genéticos, mientras que el resto, son debidos a factores
ambientales (171).
Varias investigaciones científicas de
alto nivel, han puesto en entredicho algunos de los mecanismos convencionales
del cáncer –aunque lógicamente, el sector médico “ortodoxo” se opone sistemáticamente a cualquier
duda sobre sus conocimientos tradicionales-. Efectivamente, la respuesta del
organismo a un cáncer no es un mecanismo único, pero tiene muchos paralelismos
con la inflamación, en la que intervienen las citoquinas, favoreciendo el
crecimiento del tumor, e incluso parece tener paralelismos con la cicatrización
de heridas, tal como nos dice un artículo publicado en Lancet, titulado Inflammation
and cancer: back to Virchow?
(172), de tal forma
que se trataría de una cierta degeneración de los mecanismos reparadores, es
decir, de que una inflamación que debería ser un mecanismo puntual defensivo,
se cronifica y se hace permanente, de forma que las células cancerosas
encuentran en estas inflamaciones la forma de sostener su propio crecimiento. Además,
cuando una inflamación prosigue su presencia indefinidamente, bloquea la
apoptosis de las células cancerosas, es decir, que las células NK defensoras no
pueden actuar, quedando inmóviles, y el cáncer tiene vía libre para crecer (173).
Algunos estudios científicos han
comprobado la importancia que tiene la alimentación en la promoción y
desarrollo del cáncer. Los azúcares refinados, la falta de Omega-3, el exceso
de Omega-6, así como elementos extraños como las hormonas en las carnes de los
animales, son promotores de citoquinas proinflamatorias –eicosanoides
negativos-, y promotores de cáncer, mientras que otros alimentos, como algunas
frutas y verduras, o los Omega-3, son anti-promotores (174). Así que, independientemente de las múltiples formas
en que una alimentación inadecuada puede provocar la génesis de ciertos
trastornos de la salud y enfermedades, nos fijaremos especialmente en los
problemas derivados del desequilibrio entre Omega-6 y Omega-3, o en la carencia
de este último, aprovechando que son los protagonistas principales del libro.
Cuando los científicos daneses, Kromann
y Green en el año 1980, comprobaron que en Groenlandia, los esquimales
presentaban una prevalencia de accidente cardiovascular ocho veces menor que la
de los esquimales que habían emigrado a Dinamarca, y que se debía a los altos
niveles de Omega-3 que presentaba su sangre. Cuando el Journal of Nutrition Science of Vitaminologye en el año 1982 (11), confirmaba
también que la alta longevidad de los japoneses y la baja prevalencia
poblacional de las enfermedades cardiovasculares, se debían al alto consumo de
ácidos grasos Omega-3. O cuando Biomedicine
& Pharmacoterapy (7),
publicó el trabajo en el que se demostraba que los estudios antropológicos y
epidemiológicos a nivel molecular, indicaban que los seres humanos
evolucionaron en una dieta con una proporción de Omega-6 con Omega-3, de
aproximadamente 1:1, mientras que en la dieta occidental actual, la proporción de
15:1 o mucho más, a favor del Omega-6, promoviendo la patogénesis de muchas
enfermedades, mientras que el aumento de los niveles de Omega-3, hacen que esta
proporción se equilibre y disminuyan los riesgos, o incluso se supriman éstos.
Cuando todos estos científicos, y muchos más, nos dicen que nuestra
alimentación es errónea…, miramos hacia otro lado y perdemos la oportunidad de
entender qué es lo que debemos cambiar y mejorar en nuestra alimentación para
evitar las enfermedades. Y es una verdadera lástima, porque nos ahorraríamos
muchos sufrimientos.
A nivel popular, la mayoría de las
personas no son conscientes de la importancia de la dieta alimenticia más allá
de los efectos estéticos y culturales, mientras que muchos profesionales de la
salud, en lugar de incentivar y promover la corrección de estos desequilibrios
nutritivos y sus graves consecuencias, viéndose incapaces de conseguir que sus
pacientes cambien, les permiten seguir con ellos, o simplemente no le prestan
atención, de forma que los trastornos de sus pacientes van agravándose día a
día, aunque aparentemente los síntomas molestos puedan desaparecer provisionalmente
gracias a los medicamentos que tomen.
Hemos de ser realistas, no obstante, y
comprender que modificar los hábitos alimenticios de la población, puede
resultar, en la mayoría de ocasiones, una ardua e incluso a veces vana labor,
debido a la fuerza de la costumbre, las creencias, el influjo de la publicidad,
la falta de tiempo, la ley del mínimo esfuerzo, o el coste de los alimentos.
Por ello, la opción de tomar suplementos de Omega-3 es una opción práctica y
realista, especialmente indicada a nivel individual o familiar.
No obstante, sería deseable que los
responsables de nuestra sanidad, se plantearan la posibilidad de realizar
algunos cambios, esforzándose en aumentar los recursos para informar bien a la
población, de la importancia real y la necesidad de reducir los Omega-6 y
aumentar los Omega-3 en su dieta alimenticia, explicitando muy bien cuáles son
sus consecuencias, y facilitando si fuera posible, la ingesta de los Omega-3
necesarios a quien no pueda tener acceso a ellos. Esto repercutiría en la
génesis de las enfermedades de la población, o sea, en el proceso de formación patológica,
en lugar de actuar sólo sobre los síntomas como se está haciendo actualmente,
de forma se estaría actuando preventiva y eficazmente, y a la larga, los
resultados para la salud serían notables, rebajándose además y de forma
importante el gasto farmacéutico que corre a cargo de la sanidad pública. Esta
opción además de responsable, sería respetuosa con el paciente al no empeorar
su estado orgánico con medicamentos cuyos efectos secundarios pueden ser muy
importantes y concurrentes entre si.
Sin menoscabo no obstante, de tener como
objetivo elevar el nivel de conocimiento de la población con respecto a los
hábitos alimentarios, sería deseable que paralelamente se realizara también a
nivel de las distintas instituciones y administraciones públicas un apoyo al
consumo de productos ecológicos y de proteínas vegetales, así como un mejor y
más estricto control sobre la utilización de aditivos y conservantes químicos
en los alimentos, cuyos efectos a largo plazo no están debidamente
contrastados, ya que existen serias controversias al respecto, hecho que queda
en evidencia desde el momento en que hay importantes diferencias legislativas y
criterios de aplicación entre distintos países, pues se puede hallar un mismo
aditivo que sea al mismo tiempo legal en un país, y prohibido en otro, lo que
constituye en hecho ciertamente lamentable, porque las consecuencias a largo
plazo, no están comprobadas.
Hemos de encontrar una coherencia
alimentaria, de forma que sea realmente saludable, y no la puerta de entrada a
las enfermedades, como está ocurriendo en la actualidad. Recordemos al venerado
Hipócrates: -“Que tu alimento sea tu medicina, y que tu medicina sea tu
alimento”-. Pero dejemos de solamente “recordarlo” sin hacerle el más mínimo caso,
porque actualmente, después de veinticinco siglos de ir oyéndolo de generación
en generación, y de otorgarle a Hipócrates el rango de “padre de la medicina”, estamos
más lejos que nunca de su espíritu, ya que tal parece que hayamos reconvertido su
aforismo en “que tu alimento sea tu enfermedad, y tu enfermedad sea tu
alimento”.
La Naturopatía
Suele
definirse la naturopatía como la ciencia de la salud que estudia las
propiedades y aplicaciones de los agentes naturales -alimentos vegetales,
plantas medicinales, agua, sol, tierra y aire-, con el objetivo de mantener y
recuperar la salud, mediante la selección y utilización de estos elementos inocuos
que la Naturaleza
nos ofrece, y desechando aquellos que son perjudiciales.
Pero la
naturopatía no es solo eso, sino también una filosofía de salud, y por lo
tanto, de vida, ya que persigue ayudar a las personas a comprender y respetar
las leyes naturales que rigen nuestro organismo –cuerpo, mente y energía-, con
el fin que obtener y mantener un estado de máxima salud, y permitir actuar cuando
sea necesario a las propias fuerzas curativas que poseemos, para restablecer el
equilibrio orgánico.
El naturópata por consiguiente, no puede
limitarse simplemente a recomendar “remedios naturales”, sino que debe además informar, educar, y estimular el seguimiento
de una conducta más responsable y natural, en sintonía con la Naturaleza, enseñando a
comprender el significado de las señales que su organismo le transmite, y a saber
proporcionarle a éste lo que necesita, para mantener o recuperar la salud.
Ante todo, no perjudicar
“Primum
non nocere”, es uno de los famosos aforismos de Hipócrates, y que significa: “lo primero, no perjudicar”. Para la naturopatía
es una regla fundamental, la primera, siempre presente, y que como consecuencia
de ella, un naturópata no aconsejará nunca un remedio que tenga efectos
secundarios perjudiciales.
Efectivamente, los efectos secundarios de
los fármacos -“un mal menor necesario” como suele decirse-, están justificados
en aquellos actos médicos urgentes en los que peligra la vida de forma
inmediata, pero no lo están tanto en trastornos que responden a problemas en
los que la vida no peligra, y que mayoritariamente son producto de hábitos
antinaturales. “Curar” un órgano, perjudicando a otro, no es precisamente un
ejemplo de excelencia, si acaso, y como mucho, de suficiencia.
Efectivamente, en nuestro organismo existe un equilibrio entre todas sus
partes, tanto físicas como mentales y energéticas. Si alteramos una, siempre se
repercute en otra, en menor o mayor medida, a más corto o a más largo plazo.
Por eso, en naturopatía, decimos que “no existen enfermedades, sino enfermos”. Debemos
considerar a nuestro cuerpo como un solo órgano. No podemos hablar sólo de un
pulmón enfermo, sino una persona enferma del pulmón, cuyos efectos perjudican
al resto del organismo. No podemos ver nuestros órganos como si fueran piezas de
un coche, que se cambian y se ponen nuevas si se estropean, sino que forman
parte de un “todo”, que somos nosotros, y que estamos obligados a conservar
holísticamente.
Esta
forma de ver las enfermedades y lo enfermos, permite comprender más fácilmente
que los problemas que comportan los excesos de Omega-6 y la falta de Omega-3 en
la alimentación, manifestados bajo formas patológicas distintas, como inflamaciones
intestinales, alergias, artritis, diabetes o cáncer, tienen en realidad un
sentido causal unitario, de forma que permite fijar más la atención en el
enfermo, y no tanto en la enfermedad, y las múltiples partes implicadas como hacen
los médicos especialistas, que en demasiadas ocasiones, cada uno tira por su
lado.
Resulta de vital importancia, que el paciente
sepa que su problema está promovido por una situación proinflamatoria derivada
de sus hábitos, para entender que en lugar de darle medicamentos “contra” la
enfermedad como haría el médico, con el añadido de sus posibles efectos
secundarios, el naturópata por su parte, procurará corregir la situación que
provoca el problema, explicándoselo, motivándolo para que realice cambios en
sus hábitos, aconsejándole los remedios naturales más adecuados para potenciar
su capacidad y sus reacciones autocurativas y defensivas naturales. Estará
ayudando no solamente al “órgano” afectado, sino a la totalidad de su
organismo, al enfermo y no a la enfermedad, y sin perjudicarlo.
No
obstante, es necesario aclarar que las fuerzas naturales curativas de nuestro
organismo, descritas por el propio Hipócrates como la “Vis Natura Medicatrix”,
son fruto de la propia programación biológica de nuestro cuerpo, orientada a la
supervivencia, y en la que participan nuestras propias células, órganos, aparatos y
sistemas, especialmente el sistema inmunitario, o derivadas de la fuerza mental
así como de la energía vital que anima nuestro cuerpo, y que los chinos llaman
“Qi”, o los hindúes denominan “Prana”. Todos
y cada uno de estos mecanismos, se encuentran interconectados y tienen una
tendencia natural a ir en pos de la salud, equilibrando las funciones y
procesos de nuestro organismo, ya sean físicos, mentales o energéticos.
Debido
a la acción de esta programación y a la fuerza natural curativa, nos podemos
encontrar que a veces ocurran fenómenos de “ajuste”, o procesos autocurativos,
que pueden ser interpretados como “enfermedades” o “agravaciones”, pero que no
son necesariamente negativos, aunque sus síntomas sean molestos, o puedan hacernos
pensar que empeoramos. Efectivamente, lo que para nosotros puede ser un molesto
síntoma, en realidad puede ser una queja del organismo, avisándonos de que algo
no va bien, o una lucha que ha iniciado éste, para combatir aquello que lo
trastorna. Y lo que a veces puede catalogarse como una agravación, puede ser también,
señal de que el organismo está luchando para recuperar la salud, y en estos
casos, lo razonable es favorecer esta lucha, para asegurar el éxito que
persigue, en lugar de abortarlo.
En homeopatia,
es clásica y bien conocida la llamada “agravación homeopática”, que no es más
que la señal de que se inicia el camino de la curación. Suele suceder
especialmente cuando se tratan enfermedades crónicas, en las que el proceso curativo
puede pasar por una “agudización” temporal de los síntomas. Dicho de forma
esquemática, se trata de que las enfermedades que se cronifican generalmente
se iniciaron y pasaron por unas etapas anteriores, en las que hubo
manifestaciones de carácter agudo, pero que al no solucionarse debidamente, se
hicieron crónicas. Pues bien, las enfermedades crónicas, para curarlas
verdaderamente –lógicamente aquellas que aún sea posible curar-, deben ir hacia atrás en lugar de seguir
progresando hacia delante, de forma que los síntomas crónicos, generalmente
estables, pueden volverse eventualmente más agudos, incluso más molestos
temporalmente, para luego reducirse como remitirían si la enfermedad aguda
original hubiera sido tratada adecuadamente en su momento.
Es por ese motivo, que la naturopatía ante
todo, procura favorecer las propias fuerzas curativas, para recobrar la salud
perdida en lugar de anularlas, pero ello puede comportar el inconveniente, de seguir
cierto tiempo con algún síntoma molesto, hasta que vaya desapareciendo
gradualmente a medida que la causa principal también va solucionándose. A veces
hay que tener un poco de paciencia. Asimismo, en un momento dado puede
producirse una agravación aparente, por ejemplo en la piel, como consecuencia
de un proceso de desintoxicación, o dolores de cabeza leves. Pero esto no
significa necesariamente que se esté perjudicando, sino todo lo contrario, que
el organismo lucha para recuperar su salud, aunque manifieste síntomas de
“ajuste” o de “limpieza”.
Algunas
veces hemos observado por ejemplo, a personas enfermas de artritis, que víctimas
de un fuerte catarro, entre otras cosas no tenían hambre y comían menos
durante unos pocos días. Pues bien, al resolverse el catarro, resulta que se
les había desaparecido el dolor artrítico, ya que el organismo había
aprovechado para realizar una depuración, eliminando sustancias que le
perjudicaban, llegando a durar esta mejora unos dos o tres meses. Sólo hay que
comprenderlo.
Respetar y aprender de la Naturaleza. Escucharnos
a nosotros mismos
La Naturaleza nos enseña y
nos dice, qué es lo bueno y qué es lo malo, lo que nos conviene y lo que no, lo
que da la vida y lo que la quita. Pero no la escuchamos ni le hacemos caso.
Nuestra soberbia como “reyes de la
Creación”, nos ciega, juntamente con nuestra ignorancia sobre
nosotros mismos, hasta el punto que nos hemos llegado a creer que podemos vivir
a sus espaldas, que no la necesitamos. Nos creemos seres tan “superiores”, que
a veces actuamos como si fuéramos inmortales, y nuestro afán hedonista provoca
que muchas ocasiones, buscando placer, maltratemos nuestro organismo hasta
límites insospechados. Lo intoxicamos con humo, drogas, alcohol, lo ensuciamos
y contaminamos con grasas saturadas, carnes de animales engordados con todo
tipo de pienso, a veces de dudosa calidad o procedencia, a los que quizás se
les han dado hormonas, antibióticos y medicamentos, y sus carnes conservan aún
algunos residuos de ellos, con productos elaborados industrialmente con todo
tipo de aditivos e insecticidas químicos, o lo agotamos con pocas horas de
sueño, excesos de diversión, de trabajo, estrés…
Realmente
estamos viviendo muchas veces de forma tan distante de la Naturaleza y tan
opuesta a sus leyes, que lógicamente nuestro organismo no puede absorber todas
estas agresiones sin que haya una repercusión negativa. Éste se queja, se
adapta, se transforma, se deforma, aguanta todo lo que puede. Es increíble su
capacidad para sobrevivir a pesar de nuestro comportamiento y del maltrato que
le proporcionamos. Pero estamos tan sordos, que no le escuchamos cuando se
queja, tan ciegos, que no vemos lo que es evidente, y tan inconscientes que
cuando el pobre evidencia síntomas de cansancio, de agotamiento, se lamenta y
nos avisa de que lo estamos perjudicando, nosotros somos tan “chulos” que le
damos fármacos para que se calle y deje de molestarnos. Sin saberlo, de forma inconsciente, lo estamos
matando lentamente.
Una vez comprendida la naturalidad de
los mecanismos de nuestro propio organismo, ante las distintas agresiones a las
que se ve sometido, y ante los problemas a los que se enfrenta, o por los
desequilibrios que le puedan acontecer, podremos valorar mejor que muchas
veces no hemos de luchar contra las enfermedades propiamente dichas, sino
utilizar los medios naturales de los que disponemos, para ayudar a nuestro
organismo a eliminar las sustancias nocivas, extrañas y perjudiciales que le
están provocando problemas, ayudándole a que pueda depurarse y regenerarse
gracias a su propia fuerza autocurativa, la cual permitiremos manifestarse y
actuar para reencontrar nuevamente su equilibrio y su salud.
Dicho de otra forma, se trataría de
recuperar la intuición innata para la supervivencia que tienen muchos animales.
Los seres humanos vamos a escuelas, universidades, tenemos televisión,
ordenadores, sabemos varios idiomas, pero la gran mayoría de personas no
conocen su propio cuerpo, y no entienden su lenguaje interno, y por ese motivo
no se le escucha ni atiende. En cambio, muchos animales, cuando se sienten
enfermos, dejan de comer durante unos días o cambian su dieta buscando
preferentemente un tipo de alimento que intuitivamente saben que necesitan para
restablecerse, se retiran y descansan hasta encontrarse mejor, se revuelcan en
el barro, se aplican entre ellos sustancias que les ayudan a curar su afección,
y cosas así. Resulta increíble lo que son capaces de hacer los animales para
recuperar la salud, sin haber ido a ninguna escuela, ni sin ser tan
“inteligentes” como nosotros, que la mayoría de veces lo único que hacemos
ante cualquier molestia física o mental, es tomar un fármaco que elimina los
síntomas del problema, sin dejar al organismo que se restablezca de forma
natural, sin saber si a la larga, sus efectos secundarios nos van a perjudicar,
y sin dejar de hacer lo que probablemente nos perjudica. Mucha gente no puede
permitirse el lujo de estar enferma, y mucho menos, de cuidarse como debería. Y
eso se paga caro.
Para poder cuidar mejor de nuestra salud
debemos recuperar parte de esta intuición perdida, aprendiendo de la Naturaleza, y
escuchando a nuestro propio organismo cuando nos habla. Les aseguro que el
esfuerzo sale a cuenta.
Tratar las causas en lugar de tratar solamente los
síntomas
A
estas alturas del libro, seguro que los lectores ya se habrán acostumbrado a
distinguir entre las causas de las enfermedades y sus efectos o síntomas. Sabrán
que muchas enfermedades graves se desarrollan gracias a una falta real de
salud, a la persistencia de unos hábitos que favorecen la alteración de nuestro
sistema inmunitario y que al mismo tiempo lo hacen más frágil ante ciertos factores
externos como virus o bacterias.
Pero la mayoría de personas piensan que,
generalmente, las enfermedades son algo fortuito, una cuestión de mala suerte,
de nuestros genes, de virus y bacterias. Que lo único que se puede hacer es ir
al médico y tomar medicamentos. Y piensan que un síntoma es una enfermedad,
contentándose con “apagar” este síntoma para que no moleste, olvidándose de la
causa primera que lo provoca.
Realmente, esta situación no ha de
extrañar cuando los responsables de la sanidad de nuestro país no se han
preocupado de elevar el nivel de cultura sanitaria en la población. ¿Cómo puede
un ministro de sanidad decir a la población, con motivo de la contaminación por
aceite de colza de hace unos años, que se trataba de “bichitos que si se caen
de una mesa, se mueren? Esto solamente puede darse en una situación
generalizada de “analfabetismo de la salud”, permitido e incentivado por las
propias instituciones políticas y agentes sociales.
Desde que en el año 1982, se concedió el
Premio Nóbel de Medicina y Fisiología a Bergström, Samuelsson y Vane, por sus descubrimientos en relación a la
acción e importancia de algunos eicosanoides en nuestro organismo, ha pasado
tiempo más que suficiente para que se tomara conciencia social, de que el
exceso de Omega-6 y la falta de Omega-3 en la alimentación, podía ser una de
las causas en las que se sustenta la génesis proinflamatoria de muchas
enfermedades crónicas. Sin embargo, en lugar de actuar corrigiendo estas
causas, científica y suficientemente comprobadas, de tomar medidas efectivas
para corregir estos desequilibrios nutritivos, y así prevenir la aparición de
estas enfermedades o mejorarlas, el sistema sanitario ha seguido tratando mayoritariamente
estas enfermedades de forma alopática, es decir, fijándose en sus efectos, en
sus síntomas, centrándose en los “bichitos”, recetando medicamentos sintomáticos,
y olvidándose de las causas nutritivas que realmente favorecen su aparición y
agravación.
La falta de información, de interés por
parte de médicos y laboratorios (38), así como también de recursos destinados a potenciar
los modelos sanitarios biopsicosociales, han permitido que la mayor parte de la
población haya seguido con los mismos hábitos que favorecen la propia aparición
de estas enfermedades, y sigan considerando la salud, como algo complejo y
externo a ellos, competencia exclusiva de los médicos y los fármacos, en lugar
de tomar conciencia de que pueden ser agentes de su propia salud, y entendiendo
que muchas enfermedades, o situaciones previas que las provocan, derivadas de
sus hábitos alimenticios, se pueden prevenir e incluso evitar muy fácilmente
mediante modificaciones de algunos de estos hábitos.
Sabiendo lo que ya sabemos, no resulta
difícil comprender porqué han ido aumentando toda esta serie de enfermedades,
cuando lo esperable era que disminuyeran, gracias a los grandes avances
científicos y tecnológicos. Pero ¿de qué nos vamos a sorprender, si también era
esperable que a medida que fuéramos progresando, se acabarían las guerras, y
tampoco es así? ¿Hacia dónde se dirige el “progreso”?
El concepto de equilibro Omega-6/3, es
un ejemplo clarísimo de este fenómeno causa-efecto, el cual, a pesar de estar
suficientemente demostrado y documentado su papel en la génesis de
importantísimas enfermedades, se suele pasar por alto en el estudio, análisis,
diagnóstico y tratamiento por parte de la mayoría de profesionales de la salud.
Esta situación es imperdonable, cuando conseguir el equilibrio Omega-6/3
mediante una reducción de la ingesta de Omega-6, y un aumento de Omega-3 en la
alimentación, supondría un procedimiento lógico e inteligente, muy efectivo de
forma inmediata, incluso como complemento a la medicación si ésta es
absolutamente necesaria. Pero no se le hace caso, y se siguen buscando y
matando “bichitos”.
Para comprender de una forma más visual,
la diferencia entre causa y efecto, realizaremos un rápido viaje imaginario,
que nos trasladará a la vida de un niño cualquiera, a una historia médica de lo
más normal y corriente, que nos ayudará a entender porqué es conveniente tratar
las causas, y no solamente los efectos, cuando nos enfrentamos a las
enfermedades. En esta historia se capta el desarrollo de la enfermedad desde un
principio, sus causas, los esfuerzos del organismo por curarse, las
complicaciones de la enfermedad y su transformación en otras más complejas, la
acción sintomática y anuladora de los medicamentos, sus efectos secundarios,
tanto orgánicos, como consecuencia de la creencia de que se ya se está obrando
eficazmente para curar la enfermedad, los mecanismos defensivos y autocurativos
del organismo para deshacerse de los elementos nocivos procedentes de la
alimentación y los medicamentos, y la evolución de las enfermedades que
empiezan con la fase aguda, siguen con la subaguda, la etapa crónica, la crónica
degenerativa, la degenerativa y la muerte.
Imaginemos un niño llamado Peter. Tiene algo
menos de año y medio, y en su proceso de adaptación gradual a la alimentación
“adulta” se le da por vez primera, un alimento común, de los que suele darse en
la alimentación estándar, al que llamaremos alimento X. Podría tratarse de un
producto cualquiera, elaborado industrialmente, que se anuncia en televisión, y
que se encuentra en los supermercados. Contiene Omega-6, en cantidad
ligeramente más elevada que en la media de otros alimentos, y además, lleva un
conservante químico autorizado pero que el organismo del niño no tolera muy bien,
aunque sus padres no lo saben, y que al hallarse en muy pequeña cantidad,
teóricamente resulta inocuo y, por lo general, no provoca grandes molestias.
Pues bien, al cabo de pocas horas de
tomar por vez primera el alimento X, Peter presenta dolor de vientre. El
problema reside en que el alimento le desencadena una reacción inflamatoria de
su organismo, provocado en parte por el exceso de ácido araquidónico, y también
como reacción defensiva del propio organismo para intentar neutralizar los efectos
perjudiciales de las sustancias que le resultan nocivas o tóxicas, tratando de
evitar que se absorban, y facilitando así su eliminación lo más rápidamente
posible. Una diarrea puso punto final a este episodio, eliminando las
sustancias que el organismo de Peter no aceptaba.
Fíjense los lectores, que la verdadera
causa del problema ha sido la ingestión del producto alimenticio inadecuado
para el niño, y que el dolor de vientre y la diarrea han sido reacciones
defensivas primarias y directas del propio organismo. Lógicamente, hay que
saber diferenciar una diarrea esporádica de una diarrea importante y pertinaz,
que puede provocar una grave deshidratación del niño. Evidentemente, hay que
ser muy prudentes y estar siempre vigilantes ante cualquier complicación.
Los padres no hicieron nada especial,
porque no era la primera vez que el niño tenía dolor de barriga o diarrea. Una
vez pasado el episodio, quedó la anécdota para explicar a la abuela, o a la
vecina, que el niño había tenido “dolor de barriga y diarrea”, pero que “ahora ya
está bien”. La madre le había hecho cocimiento de zanahoria y “arrocito hervido”
para ayudar a superar el problema. Pero una vez transcurrido el incidente, a
los dos días, se le volvió a dar el producto alimenticio X.
Esta vez, el organismo del niño no
reaccionó tan drásticamente como la anterior –se va produciendo un efecto de acostumbramiento-.
Esta falta de reacción inmediata impide que la madre pueda relacionar el
alimento X con el dolor de vientre y la diarrea, porque entonces se hubiera
podido dar cuenta de que dicho alimento podía estar relacionado con el dolor de
barriga y la diarrea anterior. Pero no hubo reacción inmediata aparente, y se
le volvió a dar al niño el alimento X, aunque no diariamente. Al cabo de cuatro
días, volvió a manifestar problemas digestivos e intestinales. El niño tenía
unas décimas de fiebre, ante lo cual la madre lo llevó al médico.
El pediatra, mediante las exploraciones
pertinentes, comprobó que Peter estaba “perfectamente”, salvo por “el problema
de la barriga”, que sin duda era lo que le provocaba las décimas de fiebre. –Nada
importante- dijo. Le recetó un antitérmico y un jarabe para darle antes de las
comidas. La madre siguió los consejos de su médico, y le hizo además, el cocimiento
de zanahoria y arroz hervido. A los dos días, el niño “ya estaba bien”, pero se
le siguió dando el jarabe, -hasta que se acabe-.
En las siguientes semanas, se pasó a
darle el alimento X ya casi diariamente, sin que su organismo reaccionara
negativamente como antes, lo que se podía traducir en una “buena tolerancia”,
pero que en realidad, además del efecto de acostumbramiento, resultaba que las
reacciones defensivas del niño se habían visto “sofocadas” por los
medicamentos, el jarabe y los antitérmicos, y por lo tanto, había bajado su
reactividad defensiva.
Lentamente iba acumulando en sus tejidos
y en su sangre una mayor cantidad de ácido araquidónico provocado por la
ingesta excesiva de Omega-6, provocando la creación de eicosanoides negativos,
y también se iban sumando silenciosamente los efectos nocivos del conservante.
El alimento X no le resultaba saludable, pero cada vez se producían menos
manifestaciones patológicas agudas, empezándose a larvar, una situación
proinflamatoria.
Así siguió el niño hasta que un día, un
poco antes de cumplir dos años de edad, le aparecieron unas manchas en la cara.
¡Qué horror, pobrecito! El pediatra recomendó a los padres que acudieran al
dermatólogo. Éste les preguntó si el niño había tenido alguna otra mancha
antes, y dijeron que no, que “lo normal”, un poco de dermatitis, alguna
irritación esporádica pero que se iba sola al cabo de unos días. Les recetó una
pomada para la eccema, y al cabo de tres semanas, prácticamente ya no se le
notaban las manchas en la cara. -Va muy bien esta pomada– dijo la madre,
entusiasmada.
¿Qué había ocurrido? El niño seguía
tomando el alimento X, y seguía también acumulando los efectos negativos del
ácido araquidónico, que iban trabajando internamente promoviendo eicosanoides
negativos que mantenían su estado proinflamatorio, afectando al sistema
inmunitario, además del sibilino daño provocado por el aditivo químico del
producto. El propio organismo del niño, aún teniendo dificultades para expresar
sus quejas vía digestiva e intestinal debido al jarabe y antitérmicos,
eventualmente manifestaba lógicos dolores de vientre y promovía pequeñas
diarreas ocasionales como reacciones básicas defensivas para echar fuera lo que
le dañaba, pero claro, no se le hacía caso y se le continuaba dando el
perjudicial alimento, calmando sus reacciones con medicamentos. Así que su organismo fue gradualmente
adoptando otra estrategia para evitar que estas sustancias nocivas le dañaran
órganos vitales, desviando los problemas hacia el exterior, hacia la piel, que
es un emuntorio natural como lo es el intestino, es decir, que sirve para
eliminar sustancias metabólicas de desecho. Se manifestó inicialmente en forma
de manchitas que son habitualmente interpretadas como “simples irritaciones”,
pero que al no cesar la causa de sus problemas, y teniendo necesidad de
eliminar una serie de toxinas que le perjudicaban internamente, las simples
dermatitis se fueron reconvirtiendo finalmente en eccemas de la cara.
Fue pasando el tiempo, y entre pequeños
trastornos digestivos e intestinales, para los que la madre siempre recuperaba
el jarabe del principio, -es que le va muy bien-, afirmaba convencida, y con la
pomada para las manchas de la cara, que le ponía de vez en cuando porque a
veces le rebrotaban, el niño llegó a la edad de tres años. Gozaba de un buen
aspecto general. Pero antes de cumplir los cuatro años, comenzó a tener
dificultades respiratorias nocturnas. Sufría ahogos, su respiración tenía
silbidos y no podía dormir. El médico le diagnosticó asma.
¿Qué había ocurrido? Sabemos que el niño
tenía problemas con el alimento X, pero nadie era consciente de ello y lo
seguía consumiendo casi a diario, siendo ésta la principal causa de sus
problemas. La pomada para la cara solamente le suprimía el síntoma de la
reacción defensiva orgánica, e impedía a la piel actuar como vía de salida y de
manifestación del problema interno. Con ello, se forzó a tirar para adentro lo
que el organismo quería tirar hacia fuera, abortando los mecanismos defensivos
primarios del propio cuerpo. La consecuencia fue que el problema empezó a
manifestarse en las vías respiratorias como alternativa del organismo para
minimizar en lo posible, los efectos perjudiciales que le provocaba internamente
la acumulación de los distintos efectos perjudiciales provocados por el
alimento X, especialmente los eicosanoides negativos pertenecientes a una de
las clases de leucotrienos.
Los padres llevaron al niño a un
alergólogo, que le hizo pruebas para hallar los posibles alérgenos “causantes”
de su problema asmático. Le dio vacunas, le recetó un inhalador para que lo
llevara siempre encima, y prednisona. Y así, nuestro niño fue creciendo, pero pasándose
una buena parte de su infancia visitando la consulta médica, faltando a la
escuela por estar enfermo, sin poder hacer deporte de competición, temiendo la
lluvia porque le desencadenaba ataques de asma, pasándose noches enteras sin
dormir y sentado en la cama porque tumbado se ahogaba… Se convirtió en un niño
enfermizo y débil.
Pero por fortuna, al cumplir quince
años, el asma desapareció. El paso a la adolescencia acabó de madurar su
sistema inmunitario. Y aunque aún tenía unas pequeñas manchas que le aparecían
y desaparecían en la espalda y en el pecho, ¡el asma había desaparecido!, y
nuestro Peter estaba contento y feliz, porque ya era “un niño normal” porque “ya
no estaba enfermo”.
Sin embargo, sus bronquios habían
quedado afectados por los esfuerzos realizados ante el asma, estaban algo
dilatados y tenía un discreto enfisema. Su hígado padecía también una ligera
insuficiencia, y de vez en cuando le salían manchas en la piel, desarreglos
digestivos e intestinales variables. Y por supuesto, seguía tomando el popular alimento
X.
Al cabo de pocos años, los problemas en
la piel se le habían agravado a pesar de las pomadas, convirtiéndose en
psoriasis. Se resfriaba a menudo, y cuando esto ocurría cogía bronquitis
asmática. En una revisión médica para la empresa en la que empezó a trabajar,
se le detectó el hígado graso. Aparentemente, eran afecciones “leves”, por lo
que Peter pudo seguir haciendo “vida normal”. El no sabía como nosotros sabemos,
que si no hubiera estado tomando el alimento X, no estaría así. Y lo peor es
que ahora tomaba el nuevo alimento XX, con un mayor contenido de Omega-6,
conservantes y azúcares, que el anterior. Peter además había aumentado el
consumo de grasas saturadas, le gustaban mucho los embutidos, y casi no comía
ni fruta ni verdura.
Pasaron otros diez años. Sus hábitos
alimenticios siguieron siendo prácticamente los mismos. En la empresa donde
trabajaba, había mucha presión. Peter, ya era un hombre hecho y derecho que
había creado su propia familia. Tenía responsabilidades y mucho trabajo.
Comenzó a tener problemas de hipertensión y sobrepeso, le empezaron a doler las
articulaciones, y esporádicamente tenía episodios depresivos, que también empezó
a medicarse.
Seguía tomando el alimento XX, por lo
tanto seguía manteniendo la causa principal de sus problemas de salud y
aumentando gradualmente su gravedad, sin saberlo. Seguía promoviendo su estado inflamatorio
interno, afectando cada vez más a sistema inmunitario, con lo que se iban
transformando y combinando sus enfermedades conocidas con nuevas
manifestaciones patológicas, que no eran más que estadios más complejos de un
mismo problema.
Su organismo manifestaba sus quejas como
buenamente podía, pero éstas no eran atendidas, y los medicamentos que tomaba
anulaban durante un tiempo los molestos síntomas. Su organismo intentaba
adaptarse a las exigencias gradualmente más duras a las que lo sometía, pero cada
vez tenía menos recursos y salidas naturales, deteriorándose su con una rapidez
superior a la que se puede considerar la velocidad natural por envejecimiento
fisiológico. Además, la depresión agravaba sus problemas, y nuestro hombre se
estaba abandonando a su suerte, y ya no controlaba lo que le sucedía. Tomaba
mucho más alimento XX, porque necesitaba un suplemento extra para resistir,
para aguantar el estrés…, pero sin saberlo, iba alimentando aún más la causa
de sus problemas.
Cumplió 37 años. Le había salido diabetes
de tipo 2 –decía que le tenía que salir a los 50, porque así lo señalaban las
estadísticas, ya que tenía predisposición porque su madre también la había
sufrido-. La artritis apretaba de lo lindo, sufría arritmias esporádicas y la
depresión había adquirido el grado de severidad mayor. Estaba de baja laboral desde
hacía siete meses, tomando cada vez más medicamentos, pero que no le solucionaban
los problemas y sólo le servían para “ir tirando”, al precio de que sus
efectos secundarios empeoraban aún más el panorama, y su estado de salud
interna era cada vez más precario. No modificaba sus hábitos, no hacía
ejercicio, se pasaba casi todo el día delante de la televisión…, y el alimento
XX tampoco faltaba en su dieta diaria.
40 años. Cáncer de páncreas. A Peter se
le practicó quimioterapia. Antes de cumplir los 41 años, falleció.
A nadie se le ocurrió estudiar su dieta,
sus intolerancias alimentarias, proporcionarle Omega-3, ni modificar drásticamente
sus hábitos alimenticios, ni mucho menos pensar que un alimento tan popular
como el alimento XX, le podía perjudicar tanto. Ni Peter supo nunca lo
importante que habría sido para él, analizar sus enfermedades desde un punto de
vista causal y no sólo sintomático. O cómo habría sido su vida si no hubiera
tomado el popular alimento X, que todo el mundo tenía por saludable. Peter iba
al médico cuando tenía que ir, y tomaba los medicamentos que le recetaban. Nadie
se detuvo a pensar que sus muy distintas enfermedades tenían un hilo conductor,
una base común encubierta, que se iba incrementando con el paso de los años. La
alimentación fue su enemigo invisible número uno. Pero tuvo otros enemigos,
como el no conocer ni escuchar a su organismo, o el pensar que él no podía
hacer nada y dejar su salud exclusivamente en manos de los médicos y los
medicamentos.
Todo el mundo creía que tenía muchas
enfermedades, pero la mayoría de los síntomas y manifestaciones patológicas,
provenían de una misma base común. Nadie cayó en la cuenta que rebajando la
cantidad de Omega-6 que ingería, e incrementando los Omega-3, posiblemente aún
estaría vivo. Que eliminando el alimento X, no habría sido un niño enfermizo
ni probablemente ahora estaría muerto. Se dedicaron a combatir los síntomas que
eran señales de un organismo que se quejaba, que intentaba equilibrarse, que
luchaba por eliminar lo que le hacía daño, que se adaptaba y se transformaba
para sobrevivir a pesar de las continuas agresiones que le suponían el sistema y
hábitos de vida. Como ven, son conceptos, costumbres, y procedimientos
totalmente convencionales y socialmente aceptados, pero en su mayoría, lamentablemente
equivocados, especialmente cuando se le da más valor a los síntomas, que a las
causas.
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